13 de octubre de 2025

LA PLEGARIA DEL HERVOR

 



Descubrí que cocinar enamorado era una forma de rezar sin palabras. No era solo poner algo al fuego: era acompañar el hervor, cuidar una llama como se cuida un vínculo, mezclar, probar, esperar, sin apuro y con la ternura de lo que crece lento.

El amor, entendí, tenía el mismo ritmo que una olla: si uno la deja sola, se quema; si la remueve demasiado, no deja que respire. Ese día, mientras ella hablaba desde la mesa, yo cortaba una cebolla. Nunca antes lo había hecho con tanta atención. La apoyé sobre la tabla, la corté al medio, y con la punta del cuchillo le quité la raíz, como quien arranca una pena antigua.

Luego pelé las capas, una por una, y sentí que era como mostrar el alma sin remera, hasta llegar al centro. La mitad quedó boca abajo sobre la madera, brillante como una lágrima contenida. Le hice cortes verticales, finos, precisos, sin llegar al final —el secreto está en dejar la raíz unida, para que no se desarme—, y después horizontales, suaves, como caricias. Finalmente, bajé la hoja del cuchillo con ritmo parejo, y la cebolla se convirtió en una lluvia blanca y perfumada. Lloré un poco, no sé si por la cebolla o por ella. Tal vez ambas cosas sean la misma: una manera que tiene el cuerpo de decir me duele, pero sigo aquí.

El fuego esperaba. Puse aceite en la sartén, escuché el primer crepitar y sentí algo extraño: como si en ese instante tuviera el poder de detener el tiempo. La cebolla chispeaba y el aire se llenaba de un olor dulce y nuevo. Ella seguía hablando, y yo quería que no se terminara nunca, ni la conversación ni la cocción. Pensé que estar enamorado era eso: cocinar algo que está justo a punto, ni crudo ni pasado, un plato que pide atención y ternura a la vez.

Si uno se distrae, se enfría; si uno se apura, se arruina. El amor, como la comida, solo se entiende con paciencia y fuego bajo. Esa noche servimos los platos y ella dijo que estaba delicioso. Yo asentí, pero sabía que el sabor no venía del aceite ni de la sal. Venía de esa sensación secreta, la de estar dentro de un tiempo suspendido, como si todo el universo se redujera a una mesa, una mujer y el vapor de un guiso que no quería terminarse.

Siempre encontré la felicidad en tres lugares: en el amor, en los arrabales y en los libros. Los tres me enseñaron lo mismo: que la vida no se mide en los años que pasan, sino en los instantes en que el alma se queda quieta, como una cebolla que se dora a fuego lento, mientras alguien te mira y el mundo, por un rato, deja de doler. Tal vez la felicidad sea eso: un humo que no se deja atrapar.

 


5 comentarios:

  1. Me llegó al Alma, soy cocinera, entendí todo, y si, me siento cebolla, tal cual...

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    1. Qué lindo leerte. Solo una cocinera podía entenderlo tan bien. 🌿
      Somos un poco eso, ¿no? Cebollas que se doran sin perder del todo el alma.

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  2. Simplemente hermoso tu texto Raly , y si encontramos el amor dónde llegamos y sentimos , por que él está en todos lados , solo quién no se permite sentir no lo encuentra

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    1. Qué hermoso lo que decís. 💫
      El amor siempre anda cerca, pero solo aparece cuando uno baja la guardia y se deja alcanzar.

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  3. Qué lindo leerte. Solo una cocinera podía entenderlo tan bien. 🌿
    Somos un poco eso, ¿no? Cebollas que se doran sin perder del todo el alma.

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