Gracias Karina Freire por invitarme a esta hermosa charla en @larutamdq. Fue un
verdadero placer conversar sobre escritura, talleres, el rock y esas palabras
que nos habitan.
Gracias
por abrir un espacio donde la literatura y la sensibilidad tienen lugar. Me voy
lleno de gratitud, ideas y ganas de seguir compartiendo.
En este
fragmento, Claudio Lassiar responde con calidez y admiración a una oyente que
elogia a Faltaba Más. Sus palabras, cargadas de respeto y emoción, destacan la
esencia del programa y el homenaje a Jorge Pucinelli. Un reconocimiento sincero
que dice más de lo que parece.
Jorge
Pucinelli, hombre de radio hasta el último latido, con la sensibilidad de
quien sabe escuchar, la sabiduría de quien siempre enseña y la generosidad de
quien da sin pedir nada, hoy emprendió su viaje definitivo, donde el aire es
eterno y las voces nunca se apagan.
Confió
en nuestro programa desde el primer minuto y nos recordaba, con sabiduría, que
“el aire es sagrado”. Al final de cada emisión, su guiño era un simple
emoticón, pero para nosotros era la señal luminosa de su aprobación.
Jorge llegó hasta mí cuando el tiempo se medía en suspiros y monitores, cuando mi voz
estaba guardada detrás de los cristales de terapia intensiva. Lo supe después,
al pasar a sala, cuando el abrazo nos devolvió la vida entera en un solo gesto.
Nos
había quedado pendiente un rito sencillo y enorme: compartir unos mates un
sábado por la tarde en Camet, bajo el cielo abierto, mientras hablábamos de
aves de campo, su fetiche, su descuelgue, su refugio secreto, ese verdadero
lugar en el mundo donde el alma encuentra alas y se posa sin apuro.
Hoy el
día pesa distinto, como si el aire llevara un hueco. Hoy camino entre voces que
ya no están, y en el silencio, me descubro un poco más solo.
Gracias por tanto,
Pucci. Tu voz seguirá viajando, un susurro que no se apaga, una herida luminosa
en el aire. Tu calidez, suspendida, como una sístole que nadie ve, como un
secreto que nunca termina…
Aquel
hombre de radio —voz de las tardes de domingo marplatense, forista sin estridencias en el dial de los que aún escuchan— tenía un nombre que sonaba entre sus
pares, pero en Retiro no era nadie. Allí, entre valijas ajenas y bocinas sin
nombre, el cuerpo empezó a escribir su propia carta de auxilio. Primero
fueron las palpitaciones, como un tambor desbocado en el pecho.
Luego, una
sombra sorda en el brazo izquierdo, la debilidad del aire, el mundo ladeado.
Cayó en silencio, sin dramatismo, como caen los comunicadores cuando no hay
micrófono cerca. Lo internaron. Nadie sabía su nombre en esa sala blanca y
urgente. Nadie recordaba su frase de cierre en los programas de los domingos.
Ni los oyentes de antaño, ni los seguidores que alguna vez dejaron un corazón en
su muro de Facebook.
Y
entonces, en medio de esa soledad digital, apareció ella. Ella, su ángel
guardián. Su madre del corazón. La que no sabía mucho de redes sociales, pero
sí de trayectos de amor que se miden en kilómetros y no en likes. Viajó ochocientos.
De ida y vuelta. Sin pedir permiso ni dar explicaciones. Con la certeza terca
de quien conoce el valor de estar. Lo encontró con el alta en la mano y la
mirada baja. Él no dijo mucho, porque a veces la emoción no cabe en las
vocales. Pero pensó: menos mal que la tengo a ella. Y comprendió, al verla
cruzar la puerta de la Clínica Anchorena en rond de jambe, que no hay algoritmo que
abrace, ni historia viral que te levante del piso.
¿Quién
necesita más amigos en Instagram o Facebook, si hay una sola persona capaz de
subirse a un micro y cruzar media provincia por tu voz herida? ¿De qué sirven
las notificaciones si no hay nadie que venga a buscarte cuando no podés volver
solo? Porque hay cariños que no publican stories, pero escriben epopeyas en la
vida real.
Y ese
hombre de radio —dueño de tantas voces prestadas— descubrió, por fin, la verdad
más simple: que a veces, el único programa que vale la pena escuchar es el que
suena cuando alguien dice: “Tranquilo, ya llegué. Ahora nos vamos a casa.”
Onitnas
no sabía que estaba solo. O peor: creía que estaba acompañado. Creía que los
aplausos que sonaban en su cresta desteñida, por cada caño que tiraba en el
potrero de tierra dura, eran reales. Pero no. Eran efectos especiales de su altivez en 5.1.
Los que
lo rodeaban lo miraban con un adhesión silenciosa, una distancia temerosa. Lo
festejaban cuando ganaban por él, sí, claro. Pero después… después se iban a
comer hamburguesas con otro. Y a él lo dejaban con sus caños, su “talento”… y
su combo imaginario.
Ese
otro era su ex amigo. No tenía los mismos botines de boutique, más cercanos al desfile que al córner, ni la aptitud que
Onitnas había heredado sin saber de quién —y sin molestarse en averiguarlo— Pero tenía algo que no se compra ni se farmea: carisma.
El ex
amigo no entraba: descendía al campo, como si el césped lo esperara y el equipo respiraba mejor, como si de pronto
hubieran abierto las ventanas. Nadie quería ser su sombra, pero todos querían
estar cerca suyo. Era de esos que, cuando perdían, tiraba una broma que les
arrancaba una sonrisa… incluso al técnico. De esos que te levantaban después de
una patada y te daban una palmada en el hombro, como diciendo “ya fue”.
En
cambio Onitnas, cuando perdía, buscaba pelea. Porque claro, en su mundo, el
problema nunca era él. Siempre el joystick, el árbitro o el césped. Aunque el campo fuera de tierra.
—¡No se
la pasás a nadie, Oni! —le habían dicho una vez.
—¿Y
para qué? ¿Para que la pierdan? —había escupido él, como si el pase fuera una
traición.
El
fútbol no se lo perdonó. Tampoco los pibes. Lo dejaron de invitar.
Hoy
Onitnas celebra inmóvil, desde su trono de plástico, con el joystick sudado como
único testigo de su hazaña. Viste la casaca de Bouzat, impecable, virgen de fango, intacta de goles, como un talismán que nunca pisó la historia.Su voz
se estrella contra una pantalla fría, como si el rival pudiera oírlo.
Onitnas clama
en soledad ante una ventana de hielo que no devuelve eco. Suma victorias pixeladas, tropas
en el Clash Royale, goles en el FIFA, likes de dudosa procedencia. Nadie
lo etiqueta, nadie le reacciona: sus mensajes son gambetas al aire, historias
que nadie ve. Su
WhatsApp es un vestuario vacío y en Instagram no entra ni el viento del
algoritmo.
Mientras
tanto, su ex amigo entrena en la Quemita, con camiseta blanca y roja, soñando
—no desde la cama, sino desde el barro— con debutar en la primera de Huracán.
Lo arropa el equipo. Lo escoltan su novia fiel como promesa de fuego, una
familia que abraza con ternura y palabras justas, y su paso angelado,
hipnótico, que ilumina sin hacer sombra. Lo sostiene una tribuna invisible que
le reconoce algo más importante que la gambeta: su forma de estar en el mundo.
Onitnas no sabe hablar, por eso discute.
No sabe amar, por eso hiere.
No sabe abrazar, por eso amenaza.
No sabe elogiar, por eso insulta.
Onitnas
no juega en equipo, porque todavía no descubrió que en el fútbol —como en la vida— no
se gana solo.
¿Va al
colegio? Sí. Se llama Roberto Arlt. Pero Onitnas probablemente cree que ese tal
Arlt fue un corredor de TC 2000 o un técnico de la B Metropolitana. No leyó al
genio de Arlt. No sabe que en su novela más famosa, Los siete locos, todos sus
personajes están rotos, pero hasta los más rotos se necesitan entre sí para no
hundirse. No sabe que una parte de la prosa de Arlt fue escrita para él; para
el pibe que podría ser un crack, pero no entiende que se juega con otros. Para
el pibe que le teme al afecto más que a la derrota. Aunque claro, con joystick
en mano y auriculares puestos, es fácil confundirse: el corazón también se
puede mutear.
¡Qué
pena, Onitnas! No por lo que le falta, sino por todo lo que ya tiene… y
todavía no sabe. El talento ya lo tiene. El equipo,
todavía lo espera… como se espera al bondi que ya pasó, pero uno se queda por
si vuelve. La
vida, también. Aunque empieza a impacientarse.
“En el caos de sus locuras y tormentos, los
personajes se aferran unos a otros como náufragos; rotos, sí, pero unidos,
porque incluso en la destrucción, la soledad pesa más que el desorden
compartido.” Los Siete Locos | Roberto Arlt (1929)