2 de agosto de 2025

PARA JULY, 17

 




hoy cumplís diecisiete,

y yo miro atrás,

como quien sigue el rastro de una cometa

que nunca deja de brillar.

 

vos, mi pibe noble,

con el corazón limpio como el cielo después de la lluvia,

que corrés detrás de una pelota

como si en cada pase se jugara la vida,

y soñás con mares infinitos,

con delfines que te llaman por tu nombre,

con ser biólogo marino

y aprenderle los secretos al océano.

 

me enseñaste palabras nuevas,

aquel día que deletreaste “vainilla”,

y yo, torpe y feliz, te respondí “llovizna”.

desde entonces supe

que entre vos y yo siempre habrá poesía.

 

fuimos felices en la plaza del monstruo,

donde el tiempo se quedaba quieto,

y somos felices en Mar del Plata,

donde cada ola me recuerda

que el amor también sabe volver.

 

Julián, hijo mío,

mi regalo del mundo,

mi faro y mi respiro,

te amo con toda el alma.

 

que tus diecisiete sean alas,

que cada año que viene

te encuentre inventando luz.





1 de agosto de 2025

COMO SOLO LOS GRANDES SUELEN HACERLO

 




🎙 "Como solo los grandes suelen hacerlo..."


En este fragmento, Claudio Lassiar responde con calidez y admiración a una oyente que elogia a Faltaba Más. Sus palabras, cargadas de respeto y emoción, destacan la esencia del programa y el homenaje a Jorge Pucinelli. Un reconocimiento sincero que dice más de lo que parece.



TODO PASA

 



A veces, el gran acontecimiento es descubrir que todo lo que esperabas ya estaba ocurriendo.


26 de julio de 2025

PUCCI, LA VOZ QUE SEGUIRÁ VIAJANDO

 






Jorge Pucinelli, hombre de radio hasta el último latido, con la sensibilidad de quien sabe escuchar, la sabiduría de quien siempre enseña y la generosidad de quien da sin pedir nada, hoy emprendió su viaje definitivo, donde el aire es eterno y las voces nunca se apagan.

Confió en nuestro programa desde el primer minuto y nos recordaba, con sabiduría, que “el aire es sagrado”. Al final de cada emisión, su guiño era un simple emoticón, pero para nosotros era la señal luminosa de su aprobación.

Jorge llegó hasta mí cuando el tiempo se medía en suspiros y monitores, cuando mi voz estaba guardada detrás de los cristales de terapia intensiva. Lo supe después, al pasar a sala, cuando el abrazo nos devolvió la vida entera en un solo gesto.

Nos había quedado pendiente un rito sencillo y enorme: compartir unos mates un sábado por la tarde en Camet, bajo el cielo abierto, mientras hablábamos de aves de campo, su fetiche, su descuelgue, su refugio secreto, ese verdadero lugar en el mundo donde el alma encuentra alas y se posa sin apuro. 


Hoy el día pesa distinto, como si el aire llevara un hueco. Hoy camino entre voces que ya no están, y en el silencio, me descubro un poco más solo. 

Gracias por tanto, Pucci. Tu voz seguirá viajando, un susurro que no se apaga, una herida luminosa en el aire. Tu calidez, suspendida, como una sístole que nadie ve, como un secreto que nunca termina…











24 de julio de 2025

EL RESCATE








Aquel hombre de radio —voz de las tardes de domingo marplatense, forista sin estridencias en el dial de los que aún escuchan— tenía un nombre que sonaba entre sus pares, pero en Retiro no era nadie. Allí, entre valijas ajenas y bocinas sin nombre, el cuerpo empezó a escribir su propia carta de auxilio. Primero fueron las palpitaciones, como un tambor desbocado en el pecho. 

Luego, una sombra sorda en el brazo izquierdo, la debilidad del aire, el mundo ladeado. Cayó en silencio, sin dramatismo, como caen los comunicadores cuando no hay micrófono cerca. Lo internaron. Nadie sabía su nombre en esa sala blanca y urgente. Nadie recordaba su frase de cierre en los programas de los domingos. Ni los oyentes de antaño, ni los seguidores que alguna vez dejaron un corazón en su muro de Facebook.

Y entonces, en medio de esa soledad digital, apareció ella. Ella, su ángel guardián. Su madre del corazón. La que no sabía mucho de redes sociales, pero sí de trayectos de amor que se miden en kilómetros y no en likes. Viajó ochocientos. De ida y vuelta. Sin pedir permiso ni dar explicaciones. Con la certeza terca de quien conoce el valor de estar. Lo encontró con el alta en la mano y la mirada baja. Él no dijo mucho, porque a veces la emoción no cabe en las vocales. Pero pensó: menos mal que la tengo a ella. Y comprendió, al verla cruzar la puerta de la Clínica Anchorena en rond de jambe, que no hay algoritmo que abrace, ni historia viral que te levante del piso.

¿Quién necesita más amigos en Instagram o Facebook, si hay una sola persona capaz de subirse a un micro y cruzar media provincia por tu voz herida? ¿De qué sirven las notificaciones si no hay nadie que venga a buscarte cuando no podés volver solo? Porque hay cariños que no publican stories, pero escriben epopeyas en la vida real.

Y ese hombre de radio —dueño de tantas voces prestadas— descubrió, por fin, la verdad más simple: que a veces, el único programa que vale la pena escuchar es el que suena cuando alguien dice: “Tranquilo, ya llegué. Ahora nos vamos a casa.”




17 de julio de 2025

ONITNAS Y LOS SIETE LOCOS






Onitnas no sabía que estaba solo. O peor: creía que estaba acompañado. Creía que los aplausos que sonaban en su cresta desteñida, por cada caño que tiraba en el potrero de tierra dura, eran reales. Pero no. Eran efectos especiales de su altivez en 5.1.

Los que lo rodeaban lo miraban con un adhesión silenciosa, una distancia temerosa. Lo festejaban cuando ganaban por él, sí, claro. Pero después… después se iban a comer hamburguesas con otro. Y a él lo dejaban con sus caños, su “talento”… y su combo imaginario.

Ese otro era su ex amigo. No tenía los mismos botines de boutique, más cercanos al desfile que al córner, ni la aptitud que Onitnas había heredado sin saber de quién —y sin molestarse en averiguarlo Pero tenía algo que no se compra ni se farmea: carisma.

El ex amigo no entraba: descendía al campo, como si el césped lo esperara y el equipo respiraba mejor, como si de pronto hubieran abierto las ventanas. Nadie quería ser su sombra, pero todos querían estar cerca suyo. Era de esos que, cuando perdían, tiraba una broma que les arrancaba una sonrisa… incluso al técnico. De esos que te levantaban después de una patada y te daban una palmada en el hombro, como diciendo “ya fue”.

En cambio Onitnas, cuando perdía, buscaba pelea. Porque claro, en su mundo, el problema nunca era él. Siempre el joystick, el árbitro o el césped. Aunque el campo fuera de tierra.

—¡No se la pasás a nadie, Oni! —le habían dicho una vez.

—¿Y para qué? ¿Para que la pierdan? —había escupido él, como si el pase fuera una traición.

El fútbol no se lo perdonó. Tampoco los pibes. Lo dejaron de invitar.

Hoy Onitnas celebra inmóvil, desde su trono de plástico, con el joystick sudado como único testigo de su hazaña. Viste la casaca de Bouzat, impecable, virgen de fango, intacta de goles, como un talismán que nunca pisó la historia. Su voz se estrella contra una pantalla fría, como si el rival pudiera oírlo. 

Onitnas clama en soledad ante una ventana de hielo que no devuelve eco. Suma victorias pixeladas, tropas en el Clash Royale, goles en el FIFA, likes de dudosa procedencia. Nadie lo etiqueta, nadie le reacciona: sus mensajes son gambetas al aire, historias que nadie ve. Su WhatsApp es un vestuario vacío y en Instagram no entra ni el viento del algoritmo.


Mientras tanto, su ex amigo entrena en la Quemita, con camiseta blanca y roja, soñando —no desde la cama, sino desde el barro— con debutar en la primera de Huracán. Lo arropa el equipo. Lo escoltan su novia fiel como promesa de fuego, una familia que abraza con ternura y palabras justas, y su paso angelado, hipnótico, que ilumina sin hacer sombra. Lo sostiene una tribuna invisible que le reconoce algo más importante que la gambeta: su forma de estar en el mundo.


Onitnas no sabe hablar, por eso discute.

No sabe amar, por eso hiere.

No sabe abrazar, por eso amenaza.

No sabe elogiar, por eso insulta.


Onitnas no juega en equipo, porque todavía no descubrió que en el fútbol —como en la vida— no se gana solo.

¿Va al colegio? Sí. Se llama Roberto Arlt. Pero Onitnas probablemente cree que ese tal Arlt fue un corredor de TC 2000 o un técnico de la B Metropolitana. No leyó al genio de Arlt. No sabe que en su novela más famosa, Los siete locos, todos sus personajes están rotos, pero hasta los más rotos se necesitan entre sí para no hundirse. No sabe que una parte de la prosa de Arlt fue escrita para él; para el pibe que podría ser un crack, pero no entiende que se juega con otros. Para el pibe que le teme al afecto más que a la derrota. Aunque claro, con joystick en mano y auriculares puestos, es fácil confundirse: el corazón también se puede mutear.

¡Qué pena, Onitnas! No por lo que le falta, sino por todo lo que ya tiene… y todavía no sabe. El talento ya lo tiene. El equipo, todavía lo espera… como se espera al bondi que ya pasó, pero uno se queda por si vuelve. La vida, también. Aunque empieza a impacientarse.


“En el caos de sus locuras y tormentos, los personajes se aferran unos a otros como náufragos; rotos, sí, pero unidos, porque incluso en la destrucción, la soledad pesa más que el desorden compartido.” Los Siete Locos | Roberto Arlt (1929)




 

12 de julio de 2025

UNA FOTO NO ALCANZA

 




Una foto no alcanza.

Pero guarda el gesto, la pausa, la palabra justa.

El Cholo Ciano —Vicente para la historia, maestro para nosotros—

se nos fue hoy, como se van los que enseñan:

dejando eco en cada voz que supo escucharle.

 

En su mirada había radio, barrio y calle.

En su decir, la cadencia marplatense,

el oficio de contar sin gritar,

de preguntar sin herir,

de enseñar sin alardear.

 

Gracias por tanto, Cholo.

Que en paz descanses,

y que allá arriba no te falten

ni el grabador, ni los silencios oportunos.









9 de julio de 2025

EL DUELO QUE NO ESCRIBÍ






 



Por fin estoy listo para ponerlo en palabras. O eso creo. O eso intento.

He escrito sobre muchas pérdidas. Me acostumbré, de algún modo, a traducir el dolor en palabras. Es mi oficio. Mi refugio. Mi manera de sostenerme cuando el mundo tambalea.


Escribí sobre la muerte de mi madre.

Un duelo con nombre y apellido,

con certificado sellado

y flores vencidas en una sala sin tiempo.


La muerte tiene formas:

rostros que bajan la mirada,

manos que se posan en la espalda,

silencios que pesan más que el llanto.


Uno se sienta, se deja caer.

Y entonces llegan las frases heredadas:

“Es la ley de la vida”, dicen.

Como si envolver el dolor

en palabras antiguas

bastara para que duela un poco menos.


También escribí sobre el final de un amor.

Ese instante en que uno deja de sentir

y el otro queda colgado,

haciendo equilibrio

en una cuerda floja que ya no conduce a nada.


Lo escribí con furia y con ternura,

como quien rasga una carta

pero guarda los pedazos.

Con la verdad desnuda entre las manos.


Porque el amor se acaba,

aunque nos resistamos.

Porque a veces uno se va sin mirar atrás,

y el otro se queda

preguntando en silencio…

pero sobrevive.


Y sobre el rechazo, también escribí.

Esa mujer que no me amó,

a pesar de mis flores,

de mi torpeza entusiasta,

de mis trucos fallidos para hechizarla.


“No somos una monedita de oro”, me repetí,

intentando darle forma al desdén.

No le gusté. Así de simple.

Y sin embargo, lo escribí

con una sonrisa ladeada,

como quien se ríe después de tropezar.


Porque ahí el dolor tiene rumbo,

tiene cara, tiene gesto.

Una indiferencia concreta

que uno puede sentar a la mesa

y mirar de frente,

aunque no devuelva la mirada.

Pero hay un duelo que me ha dolido más

que todos los anteriores.


Uno que aún me cuesta nombrar.

No por ser más cruel,

sino por no tener un momento exacto,

una grieta,

un adiós.


No hubo muerte.

Ni ruptura.

Ni despedida.


Hubo… crecimiento.


Ver crecer a mi hijo

ha sido lo más hermoso que me pasó.

Y, al mismo tiempo,

lo más dulcemente insoportable.


No sabía que la alegría podía doler.

Que se podía llorar

por una carcajada,

por un diente de leche

abandonando su sitio,

por una palabra inventada

que un día ya no vuelve más.


Diojo. Vede. Illo. Iul. Baco. Aja…

Pequeños milagros en extinción.

Sílabas que guardo

como quien atesora un fósil

de lo que alguna vez fue

mi bebé.


Al principio todo era novedad: los primeros pasos, las primeras palabras, los dibujos sin forma que yo guardaba como si fueran obras de arte. Y lo eran. Para mí, lo eran.

Yo era su mundo. Me llamaba “papi” con una voz finita y temblorosa, como si el amor pudiera escucharse. Me esperaba en la puerta. Me abrazaba por el cuello como si pudiera salvarse de todo agarrándose fuerte de mí. Me pedía cuentos. Me interrumpía todo el tiempo. Me necesitaba. Yo estaba ahí.

Hoy, también está. Pero está distinto.


Ahora me dice “pa”, como quien recorta el afecto para que no se note. Me responde con el delay de la indolencia. Ya no me necesita para dormirse. Ya no me pregunta por qué el cielo es azul, ni me pide que le enseñe a atarse los cordones. Ahora se los ata sin pensar, mientras mira el celular.


Y yo, en silencio, vivo un duelo del que nadie habla.

No hay con quién enojarse. Nadie hizo nada malo. Ni él. Ni yo. Solo sucedió. El tiempo hizo su trabajo, como un escultor paciente que va tallando nuevas formas en el rostro de mi hijo.

Yo me quedé abrazando al niño que fue. Y él se fue yendo de a poco, sin despedirse. Porque crecer no tiene ceremonia.

A veces lo miro y busco en su cara los restos del niño que fui. O el niño que fue él. No sé. Me miro en él, y también me pierdo.

Me consuelo mirando fotos. Gracias a Dios filmé muchos videos. Su voz de antes. Su risa de antes. Su forma de decir mi nombre, Daly. Su manera de correr. Todo está guardado. Pero ya no está. Y no sé qué hacer con eso.

¿Tener otro hijo?, me preguntan.

No, no, no.

¿O sí?

No lo sé.

No creo que quiera otro hijo. Quiero a ese hijo. Al de antes. Al que me decía “mirá, papi” por cualquier cosa. Al que se enojaba porque el sol no salía justo cuando él quería salir a jugar. Quiero al que se dormía en mi pecho. Al que lloraba cuando yo me iba.


Nadie me preparó para este duelo.

Para esta pérdida sin tragedia,

para esta alegría envuelta

en papel de despedida.


Si pudiera elegir —y lo digo de verdad—

sería papá de un niño

toda la vida.

No pediría más.

Cuidaría ese tiempo

como quien riega un jardín secreto,

con manos suaves

y ojos asombrados.


Lo haría mil veces.

Porque es lo mejor que sé hacer.

Porque ahí, en ese mundo diminuto,

encontré una versión de mí

que no sabía que existía.


Ser papá me salvó.


Y ahora tengo que aprender

a amar de otra forma.

A soltar.

A mirar desde lejos.

A acompañar sin invadir.

A quererlo sin red.


Este es el duelo que no supe escribir.

El que duele sin herida.

El que deja al alma en puntas de pie

frente a la puerta que se va cerrando

despacito…

desde el otro lado.

 

Mi hijo se me escapa un poco más.

Ya no es un niño:

es río que se aleja de mi orilla

con la natural urgencia de ser mundo.


Lo miro partir sin partirse,

soltar mi mano sin soltar el alma,

y en su paso firme

late el niño que fue,

y el hombre que empieza a ser.






1 de julio de 2025

DIA DEL ESCRITOR


Gracias a la Lic. Guadalupe Fuente por abrirme las puertas de su programa, y a la Prof. Mónica Monlezun por su cálida producción y co-conducción. En tiempos donde el ruido abunda, celebrar la escritura es abrazar el silencio que dice, la palabra que teje sentido y la educación como acto de amor duradero.












13 de junio de 2025

PASÓ QUE SOY PAPÁ

 

"La felicidad de mi hijo, mi club favorito"




A partir de hoy mi hijo juega para el Club Atlético Huracán, luego de superar una prueba física, técnica y táctica. Y estoy inmensamente feliz.

Un conocido me escribió con cierto sarcasmo:

"¿Qué pasó? ¿Vos no eras de San Lorenzo?"

Y yo le contesté lo único que podía decir desde el corazón:

Pasó que voy a cumplir 50 años.

Pasó que soy papá hace 16.

Pasó que mi hijo, cada vez que pasaba por La Quemita, soñaba con probarse en Huracán.

Pasó que se esforzó, que lo intentó, y que hoy está cumpliendo ese sueño.

Pasó que la paternidad —la de verdad, la que se vive con el alma y no con consignas de tribuna— te enseña a correr el ego a un costado, a entender que la felicidad de un hijo está muy por encima de cualquier berretín identitario o capricho no resuelto de adolescencia tardía.

Pasó que ser padre es dejar de mirarse el ombligo para mirar hacia adelante, hacia ellos, hacia lo que necesitan, lo que desean, lo que los hace crecer.

Así que no, ya no importa de qué club era yo. Hoy, soy del club donde juega mi hijo. Hoy soy del club de su felicidad.

Y eso, hermano, no tiene camiseta.









10 de junio de 2025

PUBLICAR A LOS 95




¡Una gran noticia para compartir!

 

Hoy quiero contarles algo que me llena de orgullo y emoción: una alumna muy especial de mi taller de escritura creativa salió hoy en el diario La Capital. 🌟

Ella es María Dolores —aunque todos le decimos con cariño *Mariquita*— y tiene nada menos que *95 años*. Con una lucidez y sensibilidad admirables, ha trabajado con dedicación en sus relatos durante el taller... ¡y ese trabajo floreció en un hermoso *libro de cuentos*! 📚💫

Verla publicada en el diario y ver sus historias cobrar vida en un libro es una alegría inmensa que quería compartir con ustedes. Mariquita es un verdadero ejemplo de que nunca es tarde para crear, soñar y compartir nuestra voz con el mundo.









7 de junio de 2025

UN “YA FUE” EN LOS LABIOS

 


Ariel tenía 18 años y vivía en Lugano 1 y 2, en el departamento de un amigo, como quien ocupaba un espacio de paso, sin saber muy bien cuánto va a durar. Su mamá lo había abandonado. Su papá, preso. Él, mientras tanto, resistía.

No era crack, no era figura, él jugaba. Y jugaba con lo que tenía, alma y carisma. Formaba parte de un equipo imbatible en los picados que se armaban con los pibes de Cafayate. Ahí, donde el talento se mezcla con la necesidad, donde cada gol puede valer un almuerzo, o al menos el orgullo de ganar. Ahí también juega mi hijo, Julián. Y ahí conoció a Ari.

A las dos y media de la mañana del jueves escribió al grupo de WhatsApp que se habría peleado con su novia, algo que solía ocurrir. Pero todos dormían. Todos menos él, que tenía el alma en vela. ¿A quién llamar? ¿A quién golpearle la puerta tan tarde?

Ari decidió ir a ver a su ex novia, a buscar algún tipo de consuelo. Nadie sabe bien qué se dijeron, pero estuvo con ella. Al amanecer, subieron a la terraza a colgar ropa. Piso catorce. Viento de invierno. Cielo opaco. Ari se sentó en la cornisa con una foto impresa de la chica que lo había dejado en la mano. La miró a los ojos. Y dijo, bajito:

"Ya fue."

Y se arrojó al vacío.

Cuando al alma torturan los recuerdos, los placeres sólo revelan desesperación.

A las 7 de la mañana, el día apenas empezaba y ya estaba roto.

Julián no se lo esperaba. Nadie se lo esperaba. Ari no era su compañero del colegio, ni del club. No hacían tareas juntos. No compartían aulas ni cumpleaños.

Compartían otra cosa más intensa, más cruda: el potrero, la ronda de botines gastados, el código sin palabras de una canchita sin área.

Es la muerte más cercana de un par que le toca vivir a mi hijo. Y duele. Porque cuando muere un pibe así, no se va solo una vida.

Se va también una parte del barrio. Se agrieta un espacio.

Se enfría la pelota.

Y nosotros, los que todavía creemos en los abrazos después del gol, sentimos que algo se nos rompe también.

Ojalá Ariel encuentre, allá donde haya ido, lo que acá nunca le dieron del todo: un lugar propio, un afecto sin condiciones, una red que no se rompa.

Y ojalá nosotros sepamos mirar mejor. Escuchar a tiempo.

Porque los pibes no pueden seguir cayendo al vacío con una foto en la mano y un “ya fue” en los labios.