A
partir de hoy mi hijo juega para el Club Atlético Huracán, luego de superar una
prueba física, técnica y táctica. Y estoy inmensamente feliz.
Un
conocido me escribió con cierto sarcasmo:
"¿Qué pasó? ¿Vos no eras de San
Lorenzo?"
Y yo le
contesté lo único que podía decir desde el corazón:
Pasó
que voy a cumplir 50 años.
Pasó
que soy papá hace 16.
Pasó
que mi hijo, cada vez que pasaba por La Quemita, soñaba con probarse en
Huracán.
Pasó
que se esforzó, que lo intentó, y que hoy está cumpliendo ese sueño.
Pasó
que la paternidad —la de verdad, la que se vive con el alma y no con consignas
de tribuna— te enseña a correr el ego a un costado, a entender que la felicidad
de un hijo está muy por encima de cualquier berretín identitario o capricho no
resuelto de adolescencia tardía.
Pasó
que ser padre es dejar de mirarse el ombligo para mirar hacia adelante, hacia
ellos, hacia lo que necesitan, lo que desean, lo que los hace crecer.
Así que
no, ya no importa de qué club era yo. Hoy, soy del club donde juega mi hijo. Hoy soy del club de su felicidad.
Hoy
quiero contarles algo que me llena de orgullo y emoción: una alumna muy
especial de mi taller de escritura creativa salió hoy en el diario La Capital. 🌟
Ella es
María Dolores —aunque todos le decimos con cariño *Mariquita*— y tiene nada
menos que *95 años*. Con una lucidez y sensibilidad admirables, ha trabajado
con dedicación en sus relatos durante el taller... ¡y ese trabajo floreció en
un hermoso *libro de cuentos*! 📚💫
Verla
publicada en el diario y ver sus historias cobrar vida en un libro es una
alegría inmensa que quería compartir con ustedes. Mariquita es un verdadero
ejemplo de que nunca es tarde para crear, soñar y compartir nuestra voz con el
mundo.
Ariel tenía 18 años y vivía en Lugano
1 y 2, en el departamento de un amigo, como quien ocupaba un espacio de paso, sin
saber muy bien cuánto va a durar. Su mamá lo había abandonado. Su papá, preso. Él, mientras tanto, resistía.
No era crack, no era figura, él
jugaba. Y jugaba con lo que tenía, alma y carisma. Formaba parte de un equipo imbatible en los
picados que se armaban con los pibes de Cafayate. Ahí, donde el talento se
mezcla con la necesidad, donde cada gol puede valer un almuerzo, o al menos el
orgullo de ganar. Ahí también juega mi hijo, Julián. Y ahí conoció a Ari.
A las dos y
media de la mañana del jueves escribió al grupo de WhatsApp que se habría peleado con su novia, algo que solía ocurrir. Pero todos dormían. Todos menos él, que tenía el
alma en vela. ¿A quién llamar? ¿A quién golpearle la puerta tan tarde?
Ari decidió ir a ver a su ex novia, a buscar algún tipo de consuelo. Nadie sabe bien qué se dijeron, pero estuvo con ella. Al amanecer,
subieron a la terraza a colgar ropa. Piso catorce. Viento de invierno. Cielo opaco.
Ari se sentó en la cornisa con una foto impresa de la chica que lo había dejado
en la mano. La miró a los ojos. Y dijo, bajito:
"Ya fue."
Y se arrojó al vacío.
Cuando al alma torturan los recuerdos, los placeres sólo revelan desesperación.
A las 7 de la mañana, el día apenas
empezaba y ya estaba roto.
Julián no se lo esperaba. Nadie se lo
esperaba. Ari no era su compañero del colegio, ni del club. No hacían tareas
juntos. No compartían aulas ni cumpleaños.
Compartían otra cosa más intensa, más
cruda: el potrero, la ronda de botines gastados, el código sin
palabras de una canchita sin área.
Es la muerte más cercana de un par
que le toca vivir a mi hijo. Y duele. Porque cuando muere un pibe así, no se va solo una
vida.
Se va también una parte del barrio. Se agrieta un espacio.
Se enfría la pelota.
Y nosotros, los que todavía creemos
en los abrazos después del gol, sentimos que algo se nos rompe también.
Ojalá Ariel encuentre, allá donde
haya ido, lo que acá nunca le dieron del todo: un lugar propio, un afecto sin
condiciones, una red que no se rompa.
Y ojalá nosotros sepamos mirar mejor.
Escuchar a tiempo.
Porque los pibes no pueden seguir
cayendo al vacío con una foto en la mano y un “ya fue” en los labios.
Y yo,
que todavía veo tus chiches en la caja de juguetes, tengo el corazón apretado,
como cuando te soltaba la mano al final de cada visita.
Te
fuiste temprano, solo. Con ese paso firme que aprendiste a fuerza de esperas,
de filas en el hospital, de horas en una plaza que era parque y era cárcel a la
vez. Te vi desde la ventana. Tenías el DNI en el bolsillo y una mezcla de
decisión y ternura en la cara, como quien está por hacer algo enorme y no lo sabe
del todo.
Yo me
quedé sentado en la mesa de la cocina, con un mate lavado y la radio bajita.
Decían algo sobre elecciones históricas, sobre la juventud que va a decidir el
rumbo del país. Y pensé: mi hijo también.
Entonces
me vinieron imágenes como relámpagos.
Tu
cochecito avanzando por las baldosas flojas de la plaza del Monstruo de Combate
de los Pozos. Las palomas que te hacían reír, la primera vez que pateaste una
pelota que nos prestó otro padre que también tenía el reloj marcándole el
tiempo. Todos éramos visitantes en esos parques: hombres con mochilas llenas de
juguetes y una sonrisa medida, como quien no puede permitirse el error.
Vos
eras chico. No entendías de acuerdos judiciales, de días pares o impares, de
resoluciones provisorias. Solo querías que te alzara, que te llevara corriendo
por el pasto. Y yo quería lo mismo, pero me cuidaba de no tentarte a llorar
cuando se terminara la hora.
Recuerdo
una vez que te hiciste encima en el colectivo. Tenías tres años. Llevabas un
jardinero con ositos bordados. Entramos a un bar, pedí por favor si podía
cambiarte ahí. Me dijeron que no, que el baño era solo para clientes. Pero vos
no entendías de consumo mínimo. Así que te llevé al hospital Durand, al baño de
discapacitados, porque ahí había espacio. Te limpié con una remera vieja mía
que llevaba en la mochila. Vos no lloraste. Me mirabas con una calma que
todavía no sé de dónde sacaste.
Después,
cuando llovía, nos metíamos en los recovecos de los colegios. Eran techitos
flacos, de chapa, que chorreaban por los costados. Jugábamos a que éramos
piratas o astronautas, lo que pintara ese día. Te hablaba bajito, porque no
quería que te resfriaras. Si te enfermabas, se suspendía la visita. Así eran
las reglas.
Pero
vos creciste. Aprendiste a patear fuerte, a leer carteles, a reconocer los
colectivos por número. Una tarde, ya más grande, me dijiste: “¿Pa, me acuerdo
cuando me llevabas al hospital? ¿Vos eras el único que cambiaba los pañales
ahí?”
Y yo te
miré como si me hubieras abierto el pecho con un cortaplumas. Porque no pensaba
que te acordaras. Porque creí que todo eso era mío, que lo cargaba solo.
Hoy, en
la mesa de votación, vas a ver a otros como vos. Algunos con la camiseta de su club, otros con auriculares, otros tal vez apurados por irse. Pero todos con
ese derecho que yo no pude darte en una plaza ni en una garita: el de decidir.
El de decir esto sí, esto no.
Vas a
votar, hijo. Y sin saberlo, vas a defender esos hospitales públicos que nos
acogieron sin juzgarnos. Esos espacios públicos donde el amor que te tenía
necesitó hacerse visible aunque la ley me diera la espalda. Esas plazas donde
aprendiste a caminar con el mismo paso que ahora te lleva al futuro.
Y yo me
quedo acá. Con tus chiches en la caja. Con tus dibujos pegados en la heladera.
Con una foto arrugada donde estamos los dos mojados, riéndonos en una garita.
Faltan
horas para que vuelvas. No voy a preguntarte a quién votaste. Me basta con
saber por qué.
En Mar
del Plata, donde las olas no descansan ni siquiera en este fin de semana extra
largo, Pedro camina con su bolsa al hombro y la mirada atenta, como quien sabe
leer el mundo más allá de las letras. No viene a descansar, como tantos que
invaden la ciudad con reposeras, sombrillas y selfies. Pedro viene a sembrar.
Viene
desde Boedo, donde las calles se confunden con los límites de Nueva Pompeya —
ese borde indefinible entre lo real y lo imaginado — , trayendo consigo
historias, papeles doblados y un oficio antiguo y vital: el arte de la palabra.
En las playas llenas de pantallas y gente que mira sin ver, Pedro ofrece otra
cosa. Algo distinto. Algo que no se carga, no se enchufa, no se desliza con el
dedo.
No
vende helados ni artesanías. Vende libros. Pequeños textos impresos con tinta
de calle y alma de escritor. Hay poemas breves, historias de amor nacidas en
servilletas, relatos que caben en una mano y hacen nido en el corazón. Pedro no
grita, no forcejea. Susurra. Y en ese susurro, crea una necesidad donde antes
no había nada: la necesidad de detenerse, leer, imaginar.
Un niño
se acerca y le compra un relato. Una pareja lo escucha, duda, y termina
llevándose una historia de playa con final abierto. Un jubilado, curioso, se
pone a leer un poema en voz alta y provoca un aplauso espontáneo. Pedro no sólo
vende, despierta. Planta semillas. Deja pequeñas explosiones de sentido en cada
encuentro.
La
cámara de Mauricio Arduin —ese ojo de la Capital de Mar del Plata que todo lo
ve— lo capta justo en el momento en que entrega un texto y sonríe. Una imagen
basta para entender que Pedro está haciendo algo más que vender. Está dejando
huella. Está dejando historia.
Y yo,
que tengo el privilegio de tenerlo como alumno en mi taller literario, lo miro
con admiración. Pedro no se detiene. No espera que lo descubran. Pedro ya es.
Un escritor con las palabras a flor de piel. Un sembrador de historias entre
olas, turistas y asfalto caliente.
Hoy,
mientras otros descansan, Pedro trabaja en la playa, pero su trabajo es arte. Y
Mar del Plata, aunque no lo sepa del todo, florece un poco más cada vez que él
pasa.
Llegué
a la guardia de la Clínica sujetándome la cabeza con ambas manos, como si
pudiera contener el dolor dentro de mi mollera. Sentía que un relámpago se
había quedado atrapado entre mis sienes, fulgurando con cada latido de mi
corazón. Nunca había sentido nada igual.
Las
luces blancas del hospital lastimaban mis ojos. Apenas podía sostenerme en pie
cuando una enfermera me tomó del brazo y me guió a una camilla. "Quédese
tranquilo", me dijo, aunque la palabra "tranquilo" parecía
inalcanzable. Me acosté y cerré los ojos. No sé cuánto tiempo pasó, pero de
pronto, todo se volvió una sombra densa y húmeda.
Cuando
desperté, el mundo era otro. Los rostros a mi alrededor eran desconocidos y
borrosos. Un médico hablaba con tono pausado, como si cada palabra estuviera
calibrada para no quebrarme: "Tuviste un ACV. Logramos disolver el coágulo
a tiempo. Ahora estás en terapia intensiva."
El peso
de sus palabras cayó sobre mí con la lentitud de una piedra en el agua. No
podía mover el brazo izquierdo, ni la pierna. Las neuronas que murieron por
falta de oxígeno no fueron tantas, pero las suficientes para recordarme que ya
no era el mismo. El tiempo en la terapia fue un largo túnel sin relojes. Me
acostumbré a contar los días por la cantidad de veces que venían a cambiarme la
vía o a tomarme la presión. Pasé de la desesperación al miedo, del miedo a la
resignación y de la resignación a un leve atisbo de esperanza cuando los dedos
de mi mano izquierda respondieron, aunque torpes, a mi voluntad. El sábado me
dieron el alta, pero la ciudad no era la misma. Todo seguía en su lugar, pero
yo era otro. Un hombre con un cuerpo que debía reaprender, con un cerebro que
tartamudeaba en la memoria, con una sombra de dolor que venía y se iba sin
previo aviso.
Volver
al taller será el mayor desafío. ¿Cómo enseñar sobre palabras cuando las
palabras a veces se me escapan? Pero los alumnos me esperan, y la radio
también. Hoy volví a encender el micrófono, mi voz tembló. Sentí el peso de lo
perdido, pero también el alivio de lo recuperado. Había vuelto a nacer, aunque
esta vez con una cicatriz invisible que me recordaba la fragilidad de la
existencia. Pero también su milagro.
Nos
encontramos en una cervecería de Chacarita que no tiene nombre, o lo borraron
con el último grafiti de los hinchas de Atlanta. Micky llega puntual, con una
gorra baja que no alcanza a disimularle los años ni la historia. Pide una IPA
suave, le pone sal a las papas sin probarlas, y me dice:
—Pero
esto es en off, ¿no?
Asiento.
Anoto mentalmente que no grabaré. Que esta historia, si se cuenta, será a
través de lo que deja una charla verdadera: gestos, pausas, silencios.
—¿Querés
saber por qué me bajé, no? —dice mientras juega con la espuma del vaso—. La
vuelta de La banda del Palomar era una fiesta con invitación cerrada. A mí me
dejaron en la vereda.
Hace
una pausa. Mira hacia la puerta como si esperara a alguien que no va a venir.
—Te soy
sincero… no me sorprendió. Ya lo veía venir. Cuando Andrés empezó con esa cosa
solista, grandilocuente, con luces y pantallas, yo supe que la banda, los de
verdad, los que ensayaban en El Palomar comiendo sanguchitos de mortadela, ya
no iban a volver.
Le
pregunto si lo invitaron igual.
—Sí
—dice, encogiéndose de hombros—. Pero viste esas invitaciones que son para que
digas que no. Me ofrecieron ser parte como si fuera un sesionista más. Un
adorno para que la nostalgia cotice alto.
Saca el
celular y me muestra una foto. Es una chica joven, Muy linda. Pelo violeta,
sonrisa filosa, manos de música.
—Ella
es Loli —dice—. Una bestia. Toca mejor que yo, eh. Y es una bomba. Pero no es
lo mismo.
Silencio.
—Igual
me alegro por ella. Se merece la vidriera. Pero a mí no me daba subirme a ese
tren que ya no va a ninguna estación.
Entonces
suelta la frase. Como quien escupe un carozo que lleva tiempo masticando:
—Parece
que a Andrés le gusta más la plata que el dulce de leche.
Nos
reímos. No tanto por el chiste, sino porque entendemos lo que no dice.
—¿Y
vos, Micky? ¿No te tentó la guita? — le pregunté apoyado en la barra.
El
bajista sonrió y levantó su vaso.
—La
tentación es para el que tiene dudas —dijo, y le dio un trago largo a la
cerveza.
—¿Dolió?
—le pregunto.
—Claro.
Pero también fue un alivio. No soy una estatua para que me suban al escenario
cuando les conviene. ¡Soy Micky, loco! ¿entendés? Fui el bajo de la banda. Fui
parte del sonido que hizo que un pibe de Jujuy y otro de Avellaneda se sintieran
hermanos por una canción. Eso no me lo quita nadie. Ni Andrés, ni la guita, ni
los fuegos artificiales.
Pagamos
la cuenta a medias. No acepta que lo invite. Al salir, nos despedimos sin
promesas. Antes de cruzar la calle, me grita desde la vereda:
—Pero
no pongas mi nombre. Decí que lo soñaste. Que te lo dijo un bajista fantasma en
una cervecería que no existe.
En
marzo nos volvimos a ver en Mar del Plata. Micky se sentó en el borde del
escenario. Un bar chico, con mesas de madera gastada y el techo bajo que
acumula humo de cigarrillo. Un par de parroquianos charlan en una esquina, sin
apuro. Afuera, la lluvia finita humedece la vereda del colegio Fasta San
Vicente de Paul. Todo le recuerda (me confesó después) a aquellos primeros
tiempos en Arpegios, cuando la música nacía del corazón y no de los contratos.
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Quince
años pasaron desde la separación de la banda del Palomar, al tiempo que sus ex
compañeros de ruta retornaban a tocar en estadios, con luces cegadoras y
pantallas gigantes. Era un espectáculo perfecto, calculado hasta en sus mínimos
detalles. Pero Micky no quería perfección. Quedarse era su manera de recordar
por qué había empezado.
Esa
noche de domingo en Mar del Plata, el bajo retumbó en el pequeño escenario con
la misma fuerza de siempre. No había miles de personas coreando, ni contratos
millonarios, ni entrevistas en la tele. Pero en la primera fila, un pibe de
gorra y remera roja gastada de “Ay ay ay” lo miraba con los ojos encendidos,
como si estuviera descubriendo algo nuevo, algo real. Y Micky supo que su
decisión había valido la pena.
Concluí
mi cronista para el diario: “Los regresos suelen tener brillo, pero no siempre
esencia. A veces lo que vuelve no es el grupo, ni la música, ni la magia, sino
apenas el envase. Los que estuvieron en el corazón del fuego saben cuándo el
fuego ya no calienta, y tienen el coraje de quedarse afuera. No por orgullo,
sino por memoria. Porque hay decisiones que no se toman con la cabeza ni con la
billetera, sino con el oído. Y hay músicos que prefieren desafinar por cuenta
propia antes que armonizar con una mentira. Tal vez por eso, mientras las luces
del estadio encandilan, algunos prefieren seguir tocando en penumbras. Donde la
música sigue siendo de verdad.”
El paso
del tiempo, contemplado como un río inalterable que arrastra consigo todo lo
que toca, es para algunas personas un rumor, una invitación a reflexionar sobre
lo vivido. Y es en este susurro donde encontramos a Mariquita, la autora de
estas páginas, una mujer cuya voz se ha forjado en el brasero de la
experiencia, la sabiduría y la inspiración.
A lo
largo de su vida, ha sido testigo de un mundo que ha cambiado con una premura
vertiginosa, lo que realmente ha permanecido es su capacidad para observar, aprender
y, por encima de todo, contar historias.
Este
libro es un testimonio de su incansable curiosidad y su amor por las palabras.
Quien lee estas líneas se adentra en la casona de los abuelos, en las
remembranzas, en la mente de una mujer que ha transitado una larga distancia, que
deshoja margaritas en tardes de otoño, que ha visto generaciones surgir y
desvanecerse, pero que ha sabido encontrar la belleza en cada etapa de su vida.
Su historia no solo es la suya; es un reflejo de todas las historias que a lo
largo de los años hemos compartido como humanidad.
A sus
94 años, Mariquita demuestra que la edad no limita, sino que puede enriquecer
la mirada hacia la vida. Este libro es un legado, un destello de prosa poética
y un recordatorio de que el paso del tiempo no solo corroe, sino que también
pule, ilumina y nos permite ver más allá de lo inmediato. Mariquita concibe que
toda edad tiene sus propios frutos; solo hace falta saber recoger una rosa
color té.
Hoy, el
reloj marcaba las once y cuarenta y cinco de la noche. Mi cumpleaños número
cuarenta y nueve había llegado a su fin, y me encontraba sentado en la pequeña
mesa del comedor, rodeado por la calma de una casa que, como siempre, respiraba
en silencio al final del día. La jornada había sido normal. Un desayuno común,
algunas llamadas de amigos y familiares, y una que otra sonrisa forzada,
porque, si soy sincero, desde la muerte de mamá ya había dejado de esperar
grandes sorpresas para mis cumpleaños. Ya no era un niño, ni siquiera un joven;
me conformaba con la tranquilidad, con la paz que me ofrecía la rutina.
Mi
hijo, Julián, un adolescente de dieciséis años, había sido el primero en
desearme un feliz cumpleaños por la mañana sin mucha emoción, como es usual en
su edad. Lo entendía. Los adolescentes son así, siempre ocupados en sus propios
mundos para interesarse demasiado en las celebraciones de los adultos. Cuando
la tarde avanzó y el sol comenzó a apagarse, me di por satisfecho con las
llamadas y los mensajes que había recibido. Ya estaba acostumbrado a que las
grandes festividades quedaran atrás en mi vida.
Al
acercarse la medianoche, decidí que era hora de apagar las pantallas y las
velas de una torta que preparé. En realidad, un bizcochuelo sencillo, que de
alguna forma había sido el símbolo de mi día. Y lo soplé, más por costumbre que
por emoción sin agotar el crédito de los tres deseos, estaba con mi hijo y era
suficiente. Pero en ese mismo instante, algo en mi teléfono me llamó la
atención. Era una
notificación de Instagram. No era común que Julián me etiquetara en sus
publicaciones, menos aún en un día como este. Me tomé un segundo, lo suficiente
para preguntarme si era algo importante, o si solo había subido algo con los
amigos como de costumbre. Abrí la aplicación con curiosidad, sin grandes
expectativas. Entonces vi su mensaje, escrito en una frase simple pero tan
llena de significado:
"Feliz cumple, Pa. Te amo."
Con
esta frase más que valorar al hijo adolescente que escribe y postea, fue como
si el chico ingiriera una pócima mágica, un gualicho divino para redimir por un
segundo al niño que perdura vivaz como un huésped en su alma.
La
frase estaba acompañada de tres fotos. La primera, abrazado a mí mientras le
enseñaba a montar una bicicleta con rueditas. La segunda, después de un acto
del colegio donde personificó a Shreik, con su cara llena de carcajadas y yo,
un poco más joven, riendo también a su lado. Y la tercera, el primer día de
segundo año. La imagen era casi un reflejo de la distancia que había ido
creciendo entre nosotros, una distancia silenciosa pero palpable.
Mis
ojos se empañaron un poco al ver esas fotos. No fue por nostalgia, ni por la
emoción de ver el amor que había recibido, sino por algo más profundo. En ese
instante, sentí que, aunque no siempre lo dijera, Julián me había dado el
regalo más grande que podría esperar: el reconocimiento, el afecto, sin
necesidad de palabras grandilocuentes ni gestos exagerados. En ese mensaje, en
esas fotos, estaba todo lo que había necesitado en el día de mi cumpleaños.
Por un
segundo, sentí un nudo en la garganta. Lo miré a él, que estaba en su
habitación, con su música puesta a todo volumen, ajeno a la sorpresa que me
había dejado en la pantalla de mi teléfono. Me levanté de la mesa y caminé
hacia su puerta, pero me detuve en el umbral, sin saber si debía interrumpirlo
o si era mejor dejarlo tranquilo.
De
nuevo, miré el mensaje, y entonces comprendí. No necesitaba hacer nada más. El
simple hecho de que él hubiera tomado un momento de su día para pensar en mí, buscar
fotos para compartir ese pequeño pero significativo gesto, era suficiente. Incluso
en lo familiar puede haber sorpresa y asombro.
Regresé
a la mesa, encendí las velas una vez más, y con todas mis fuerzas, soplé con el
corazón lleno de algo que no había sentido en años: gratitud. Si, gratitud, eso
sentí. Tarareé manso como un secreteo una canción de la Velvet Underground: “sometimes i feel so happy, sometimes I feel
so sad”
No
importaba que el día estuviera por terminar. No afectaba que el reloj marcara
las doce. Ese mensaje, esa pequeña muestra de amor, era todo lo que necesitaba
para cerrar el ciclo de mi cumpleaños. Julián, sin saberlo, me había dado el
mejor regalo de todos: un recordatorio de que no importan los años ni las
distancias, porque siempre, en algún rincón de su corazón, él me llevaba
consigo.
Y, al
soplar las velas por tercera vez, sentí que no era solo un cumpleaños más. Fue
el cumpleaños en el que comprendí, finalmente, que la vida, aunque a veces se
nos olvide, está llena de pequeños regalos, y que, tal vez, los más grandes son
los que no necesitamos pedir.