El flete atravesó una ciudad invisible que no miraba pero iba reconociendo cautelosamente por sus olores y sus pavimentos. El césped humedecido al borde de la ruta 2 trasmutó en calles de tierras que sucumbían en Champagnat. Ingresamos a Mar del Plata por Constitución, la avenida de los boliches y los bares transformada en un derrotero de cafeterías y mueblerías high class. Llegamos a las playas del norte que enviaban en la lluvia sus aromas casi olvidados. Aspiré el olor de océano y entreabrí la ventanilla del acompañante. Llegamos a la casa de mis padres en plena fase dos.
Desde la esquina vi las calles del barrio Stella Maris dormidas y mal iluminadas, mientras dejaba que la lluvia de la ciudad me diese en la cara. Al llegar, por los cristales de la ventana se advertían las luces de una vigilia. Como siempre, el timbre del portero no sonaba. Con la calle empapada por el bautismo del regreso, secándome el agua de los ojos, apelé al silbido que solo quién fuera como un padre y yo conocíamos.
En el rectángulo del cristal
empañado, el rostro de mi madre reflejó sucesivamente la alarma, el
reconocimiento, el estupor y la felicidad. Llovió todo el domingo, pero no
importaba; yo no tenía que ir a ningún lado. Casi ningún pariente fue enterado
de mi regreso. Tener con quién compartir un domingo es más importante que tener
con quién salir un sábado. Después de mi llegada, el amanecer se filtró por las
persianas entreabiertas. El mate cocido traído por mi madre se enfrió en la
taza, sobre la mesa de luz. A mediodía mi madre vino a la habitación para almorzar
conmigo, pero sin intervenir, limitándose a cambiar los platos casi intactos.
Inmóvil, de costado hacia mí, estaba sentado mi padre junto a la cama y escuchó
en silencio mis historias de palacio y desamores. De vez en cuando mi padre
confirmó con un gesto, arqueaba las cejas si necesitaba una aclaración, sonreía
si estaba de acuerdo. Pero fui yo quien más habló. Sólo al principio, cuando
separamos nuestras cabezas confundidas en el abrazo del reencuentro, mi padre
pronunció una pregunta y una afirmación, donde hubo un trazo de orgullo.
— ¿Volviste por nosotros? — dijo mi padre.
— Sí — respondí.
Beba y Pocho juntos se quedaron escuchando la
puesta al día de esos años robados, donde cabe además mi tratamiento. Mi padre
oyó sin soltar mi mano. Después, en silencio, la llevó a su mejilla y descansó
la cabeza, sonriendo. La verdadera paz había empezado para los dos a partir de
ese silencio: es la forma del perdón que fui a buscar.
— Un día me levanté y supe que lo único que quería era volver — dije.
Con mis padres atentos y hundiendo
sus sentidos en los oídos traté de reproducir la textura de estar vivo. Les
conté, mientras el hedor a cremas balsámicas envolvía el cuarto, cómo había
dejado atrás los pasillos del Congreso. Recordé la última reunión de comisión. Evoqué
las mímicas de los parlamentarios y el atenuante de no tomar apuntes. Encaré
hacia los ascensores del Anexo y salí por Riobamba. Saludé a mi amigo Mondongo
sin dar explicaciones. Me quité la corbata y la presión de cubrir la Honorable
Cámara de Diputados de la Nación.
— Sentí un gran alivio, ma.
Una ensalada de alocuciones y tonadas de todas las provincias botaban en mi cabeza mientras me deslizaba por Combate de los Pozos. Pasó menos de un mes y un amigo me convocó para trabajar en los barrios de emergencia. Me sumé al equipo y más tarde al programa Arte en barrios donde se organizaban festivales, visitas guiadas y cine móvil. Al mismo tiempo, el Gobierno Nacional desembarcó en suelo porteño con otro programa: El Estado en tu barrio. Junto con un compañero fuimos designados cómo el enlace de los referentes vecinales y el funcionarado. A través del llamado operativo "enamoramiento", allí donde el asfalto se subleva, debíamos cinturear el clima social.
DATA ENTRY
Era muy difícil tropezar con un
milagro en un lugar con tantas necesidades. A ella la conocí en pleno trabajo
de campo. Una mujer joven, guapa e inteligente. Disfrutaba al ver su sonrisa
leve, sus ojos achinados y su cabello blondo, osado. Trabajamos cada uno
abocado a su área y en coordinación. No hubo rebotes hacia arriba y eso era lo
importante. Ambos programas tuvieron un cierre de año vitoreando el éxito de la
gestión.
Pasó el tiempo y dejé de verla. Ella
fue nombrada en un cargo. Una tarde, en una historia de instagram, publicó una
foto de un libro quemándose en un basural de Fraga, Chacarita. Reconocí la
esquina y la portada. Era un ejemplar de «Adiós a las armas» de Ernest
Hemingway. Reaccioné a su posteo. Ella me respondió — no lo leí — yo le escribí
— te lo voy a regalar.
Antes de mi regreso cumplí con mi palabra. Tomé el ejemplar de mi biblioteca y le escribí para coordinar un encuentro. Nos
encontramos en el inicio del otoño. Como en las historias circulares retorné al
territorio donde comencé mi periplo en 2001. El mismo organismo donde me
desempeñé como data entry de un censo de hoteles dónde se alojaban familias en
situación de calle. Al llegar me sorprendí por la ausencia de organizaciones
sociales en la puerta principal de Promoción Social ¿Dónde estaba el Movimiento
de ocupante e inquilinos? ¿Dónde estaba el Movimiento territorial de
liberación? Toqué el timbre y un empleado de seguridad me enseñó el camino. La
dependencia permanecía inalterable.
En la sala de espera de la oficina
100, ella emergió con su pelo recogido por encima del rostro. Su belleza fue
aparición, no apariencia. Su vestido negro y estampado con un cincelado de
flores envolvía su figura. Ella se acercó. Yo, floté. Me saludó con un abrazo amable
y aprecié su aroma. Su perfume sigue siendo la forma más intensa de su
recuerdo.
— Mucha suerte, Mauro — me dijo mirándome a los ojos.
— Gracias, tengo algo para vos — le respondí.
Sobre la mesa de reuniones apoyé una
bolsa de regalos con un ejemplar del libro de Hemingway. A diferencia de los
operativos donde nuestro trato era meramente laboral, esa tarde pudimos
entretejer una charla sin ignorar que ya no nos vinculaba una relación
profesional. Allí estábamos sentados, uno al lado del otro, con los celulares amordazados.
Lo que a priori sería un encuentro de unos minutos progresó en una conversación
de una hora y media. Hablamos de escritores, poemas, canciones y militancia.
Mientras el sol reposaba en los techos de AySA se consumó nuestro encuentro.
¿Por qué de esta manera, a través de ventanas y visillos? Ella me agradeció por el libro y yo por su tiempo. Nos despedimos con otro abrazo. La
sabiduría brota al estar embelesado y mi aliento ya se perfilaba con vista al
mar.
— Salí y te llamé, ma. ¿Te acordás?
— Sí, hijo — respondió mi madre.
¿Cómo llegué hasta ahí? Porque ella realzó en una fotografía un libro que mutaba de la encuadernación a las cenizas.
— ¿Cómo se llamaba?
— Se llama Catarina.
— ¿Te gustó?
— Muchísimo.
En noventa minutos ella situó la conversación alrededor de la obra de Albert Camus, Cristina Peri Rossi e Idea Vilariño ¿Lo hubiese vivido de no haber dejado atrás el Congreso? Es contrafáctico. Solo sé que acerté en la gestión con un poema hecho mujer que me aprehendió envuelta en su pelo rizado. ¡Su pelo! Una invitación sinuosa al olimpo.
LA ULTIMA NOCHE
Con mis padres ya casi no teníamos nada que
decirnos que no sepamos para siempre. A medianoche, abriendo los ojos, mi padre
susurró unas palabras y acerqué el oído para recibirlas. Mientras obedecía a su
pedido, me sentí a la vez humilde, poderoso, protector, ser vivo admitido a la
intimidad de esas horas finales que los moribundos casi nunca comparten. Mi
padre ya estaba demasiado débil y no podía valerse por sí mismo, pero estaba yo
¿Quién es el padre, quién el hijo? Levanté la sábana, busqué entre las ropas,
arrimado el orinal, sostuve en mi mano lo que puede ser una flor o un fruto.
Llegó la noche y nos fuimos a dormir. Ellos en su cuarto y yo en un colchón en el living. El día comenzó con trinos de pájaros. Aquella mañana inexorable mi padre se alivió y volvió a su entresueño apacible, hasta que el clarear del día marcó la expiración de mi propio plazo. Entonces besé por última vez su frente sin despertarlo. Estaba contemplándolo cuando oí a mi lado el sollozo impasible de mi madre. Tomé su mano y salí de la habitación, cerrando sin ruido la puerta del hombre y la mujer que morirían esa mañana con dos horas de diferencia, sin mí… conmigo. Sus semblantes habían recobrado el estoicismo. Venían lidiando contra fuertes dolores y dificultades respiratorias espantosas. Mi madre dormía. Le hablé, creo que me escuchó. Traté de despertarla pero no hubo caso. La cambié de cama al tiempo que llamé a la ambulancia por lo sucedido con mi padre que ya no espiraba. El médico al llegar advirtió a mi padre ya fallecido, asistió a mi madre y me reveló — Está en gasping — es el término utilizado para la respiración agónica. Unos minutos después ella dejó de jadear. ¿Un acto de amor? Beba y Pocho se fueron juntos, mientras observaba la taza de mate cocido y un rosario sin los misterios gozosos que colgaba de un portarretratos con una foto de mi primera comunión. Mi existencia abrigó la confusión y el sentimiento devastador de la orfandad. Quedé desolado ante semejante performance. En ese momento pensé en la dicha de estar presente de cuerpo y alma ¿Qué hubiese pasado si recibía un llamado telefónico dándome la mala noticia? Estaba ahí, cómo un testigo bendecido vaya saber por qué divinidad. Miré en torno a la habitación y observé los muebles anticuados, las prendas amontonadas y los sobres enormes con resultados de estudios médicos. Me pregunté ¿Por dónde empiezo? Cuando mueren tus padres lo más difícil de vaciar de la casa son las mesas de luz. Esos cajones concentran todos los recuerdos; son intimidad y detalles. Se abren con miedo porque sabés, con certeza, que vas a llorar. Abrí el cajón de mamá examinando documentación. Lo primero que vi fue una postal.
LLEGADA
Mi madre arribó a la Feliz en el año 1993 y se hospedó en Avenida Colón y Santiago del Estero; en la cuadra del Automóvil Club Argentino, en casa de dos jubilados de los más macanudos, Dora y Juan. El matrimonio la albergó hasta que acertó con un empleo y alquiló un departamento de un ambiente en Sarmiento y Falucho. Yo vivía en Buenos Aires. Mi madre me envió una postal de la costa atlántica por correo que aún almaceno. Ella describía en el dorso cómo recorrió peluquería por peluquería hasta dar con un local a dos cuadras de la vieja terminal de ómnibus donde hoy se ubica uno de los shopping más importantes de la ciudad. Flora, una estilista experimentada, le dio su primera oportunidad. Mi madre en treinta años cimentó una red de amistades que de haber participado en el partido político “Acción marplatense” le hubiese disputado cabeza a cabeza la intendencia al ex jefe de la ciudad, Gustavo Pulti. Con mi madre hablábamos por teléfono casi todos los días. Le costaba la reclusión. Cuando se jubiló su columna fue a parar a boxes. Como los buenos jugadores, la rosca jamás la perdió. En su esplendor con dos o tres cortes de pelo allanaba la mala cosecha. Cocinaba albóndigas con fideo moño mientras yo limpiaba el patio de comidas del único shopping de entonces. Espalda con espalda le hicimos pito catalán a una ciudad que lideraba el ranking nacional de desocupación. Antes de volver a Mar del Plata le detallé que había encontrado una inmobiliaria de confianza para alquilar mi departamento porteño.
— Viruteé los pisos, dejé los picaportes brillosos y los zócalos parecen un espejo.
— Como en los Gallegos — me apuntó mi madre y dio un giro de ciento ochenta grados en la conversación — Vos sabes que salgo al balcón todos los días a las cinco...
— ¿Por qué?
— Una vecina toca el acordeón. Le pedimos una canción y la toca.
Pocho, mi segundo padre, compañero de mi madre durante más de dos décadas compartía con ella los pasatiempos y los gustos musicales. Él fue nuestro Ronnie Wood. El guitarrista de los Rolling Stones tras la salida del talentosísimo Mick Taylor. Wood no era un virtuoso pero aportó bajo sus cinco cuerdas la alegría que necesitaban sus majestades satánicas. Pocho ingresó y modificó la marcha de la familia para siempre.
Solíamos hablar por la noche pero ese día decidí llamarla por la tarde.
— ¿Cómo están?
— Bien, hijo. Ahora te llamo, vino canal 10.
— ¿Pasó algo?
— No, todo bien. Pasó algo lindo — mi madre tenía la capacidad de suavizar con su voz y su acento cualquier desdicha.
Ante una adversidad mi madre tenía las palabras justas para que la impaciencia no progrese. Su manera de enfrentar los inconvenientes era un respingo para mi ánimo en picada. Mi madre salió esa tarde al balcón y conversó con un periodista. Rodeada de sus geranios, petunias, cactus, bugambilia y gitanillas. Siempre escoltada por Pocho, su compañero.
— ¿Cómo se llama?— preguntó el movilero de Canal 10.
— Sabes que no sé. ¡¿Cómo te llamas?!— averiguó a los gritos mi madre a su vecina la acordeonista, como si estuviera en la popular de Aldosivi.
— ¿Qué toca siempre? — indagó el periodista.
— Lo que le pedimos.
Vi las imágenes del Canal 10 por YouTube y abrigué la idea de volver a atesorar una postal de la ciudad que eligió mi madre para residir. Una vez le preguntaron al escritor Jorge Luis Borges sobre la capital que adoptó para vivir: "París no ignora que es París, la decorosa Londres sabe que es Londres, pero Ginebra casi no sabe que es Ginebra". El paso de la infancia a la adolescencia de Valentino fue imperceptible para mis ojos. Como solíamos hacer, al cruzar la avenida trabé su mano con la mía y me miró inmóvil. Sus ojos coexistieron como dos perdigones fulminantes. Cruzó solo. Algo allí también se había marchito. Espaciosamente dejé de ser un plan para él, fue así como mis reflexiones vagaban de manera recurrente alrededor de volver a estar cerca de mi madre a través de mi regreso a Mar del Plata. Como el viejo Tobías (periodista que conocí cuando ingresé a la sección deportes del diario) todo lo relacionaba con la orquesta de Juan D´Arienzo. En un campeonato de truco que nos ganó en la final me reveló — ¡Qué dupla hacemos con el narigón! Somos una orquesta. Me voy a casa con la felicidad latiendo en el cuore; como escuchar a D´Arienzo. En otra ocasión me comentó — Escuchá ese grillo, Maurito. Parece el sonido de un violín.
MIRTA
Mirta brindaba su concierto todas las tardes desde las cinco y media de la tarde. Vivía en un edificio delante del piso de mi madre. Debajo funcionaba un local que despachaba pan y facturas. En el mismo lugar donde en 1993 relumbraba la peluquería de la extinta Flora. La peluquera del barrio fue la primera persona que le dio una oportunidad a madre en la ciudad más propicia a su felicidad. Mirta, la célebre acordeonista, tuvo sus quince minutos de fama. Tocó y habló por televisión.
Mientras embalaba mis cosas busqué la tarjeta que atesoré durante treinta años. La localicé pronto. Allí estaba la letra desteñida de mi madre donde en un párrafo me cuenta sobre sus primeros días en La Feliz. Me embargó un súbito ahogo leer un escrito de mi madre de puño y letra. La postal tembló en mi mano vacilante y medrosa.
MANGA
La indemnización de la agencia de publicidad
me ayudó para reunir una suma de dinero importante y pagar el adelanto de un
crédito hipotecario. Mi casa propia me dio tranquilidad. Seguí el consejo de mi
amigo Gusti e inicié la tarea de generar mis propios ingresos. Diez años de
sobriedad y la valla de volver a enamorarme me inscribió como un realizador de
proyectos, asexuado, deslucido y opaco ¡Qué lindo es suspender el tema amoroso!
La vida es más potente y productiva.
Al repasar los cuadernos de los años vencido
en la depresión siento que repaso la historia de otro hombre. Cambié. El cambio
es la única cosa inmutable. Quizás me abracé al agobio en demasía. Ahora que
tengo motivaciones serias para estar apenado, caigo en la cuenta de la cantidad
de pensamientos retorcidos que arrastré en mis espaldas. Durante la última
década me dispuse a ordenar mi vida y regresar al mar. Aspiré a reformular mi
relación con Valentino, dejé de ser su árbitro para ser su papá. Entiendo que
lo logré. Por otro lado, adormecí mi rol de hombre. Mi vuelta a la terapia me
hizo ver que cuando mi yo padre y mi yo hombre logramos cierta firmeza, mi yo
hijo suplicó pista. Precisaba estar cerca de mis padres. Mi madre realmente lo
esperaba tanto como yo. Ella siempre estuvo a mi lado en esos días en los que
vivís dentro de vos. Y no sabes si sos un laberinto, una prisión, un jardín
secreto o un acantilado desde el que saltar. Fue la artífice (por segunda vez)
de situarme en la vida. Mi madre fue lecho, cauce y sedimento. Tenía el poder
de destruirme y no lo hizo. Ella creía en mí y me ayudaba a barrer las migas.
Me socorrió a curar al niño que demandaba a través de las malas decisiones.
Durante años escuchó mi desilusión por la pérdida de Amparo. Me auxilió en mi
confusión entre enamoramiento y obsesión.
Tuve la fortuna de intuir que mi
madre se iba a morir. Pensé ¿Qué cosas todavía no le dije? ¿Qué cosas no me
quiero guardar? Ella me esperó. Conservaba su perspicacia y lucidez pero su
cuerpo estaba dañado. Estaba sola al cuidado de mi padre que arañaba los
noventa años. Intenté por todos los medios hablar con Valen para explicarle mi
decisión. Durante varios fines de semana se negaba a venir a casa ¿Cómo miras a
la persona que amas y le dices que es hora de irte? La despedida con mi hijo no
pudo ser presencial. Fue por una videollamada. Recuerdo su cara de desconcierto
¡Mi papá se va! Al año siguiente, Valen escribió un texto para un ejercicio del
colegio. Me lo envió. Al leer lo que había escrito, juzgué que mi decisión de
regresar a Mar del Plata no había sido tan equivocada.
En nuestros encuentros en el horario de la merienda, le conté a Mecha que se cumplieron tres años de mi llegada. Ella me dijo — No sé si va ser tu lugar pero yo agradezco tu decisión. Cuando llegué lo primero que me llamó la atención fue mi madre. Ella misma se había cambiado el color del pelo. Parecía la Beba de fin de siglo pero sin el vigor físico de entonces. Hay gente que calcula las épocas por mundiales, yo los mido por la edición de discos. Mi madre tenía esa tonalidad matizada por un color chocolate entre la salida «Narigón del siglo» y «Rey sol» de Páez.
Es bravo, ahí donde la toques, la memoria duele. Mi padre me esperaba con un platazo cocinado por él: osobuco, papas, batatas, calabaza y choclos. Con mi llegada tendría un compañero para comentar: — otra vez perdió Chacarita — sin sentirse tan solo y tantear las peras maduras en la verdulería de la calle Las Heras para que mi madre no lo haga ir dos veces. Mi padre me decía — Ves a River y no podes creer que Chacarita juegue al mismo deporte. El descenso de Chaca estaba al caer y yo también. Perder a alguien que amas es alterar tu vida para siempre. Y no lo superas, porque es la persona que más querés. El sufrimiento acaba, llega gente nueva, pero la ranura nunca se cierra. Este cachetazo no me la esperaba. Los dos juntos y el mismo día. Es extraño, la llaga no se ve pero se siente. El duelo no te cambia, te revela. Si lo veo bien me pasaron más cosas buenas que malas. Sólo que a las malas le doy más importancia. Hace tres años salía hacia Mar del Plata en búsqueda de una mejor compañía, de la poesía, del candor, de los pucheros, del mar y la magia, ¿valió la pena? Yo creo que sí. El dolor, cuando no se convierte en verdugo, es un gran maestro. Perdí parte de mi vida. No es una metáfora, literalmente se llevaron recuerdos, nombres, secretos de familia, charlas, recetas, llamadas de teléfono sin motivos. Hace tres años arribaba a Stella Maris a bordo de un flete ilícito en fase 2, con muebles, libros y abrazando una zona de promesas que se esfumó en doce días. Quizá algún día deje de estar atado a este capricho de buscar fragmentos míos en lugares donde ya no existo.