17 de agosto de 2025

EL ÚLTIMO DÍA DE MI NIÑEZ

 



Yo siempre digo que mi papá es como un personaje de los que cuentan en la tele, esos que no sabés si existen o si son inventados para que la historia sea más interesante. El único recuerdo que tengo de él es una foto: yo envuelta en una manta celeste, con cara de bolita dormida, y él mirándome como si hubiera descubierto un planeta nuevo. Esa foto está medio doblada en las puntas porque la guardo debajo de la almohada.

Mamá nunca me habló demasiado de él. Lo poco que sé lo descubrí a escondidas, una tarde en la que escuché su voz quebrada mientras le contaba a alguien que lo había denunciado por maltrato cuando yo todavía era muy chiquita. Desde entonces, dice, no volvió a verlo.

Mi abuela paterna vino apenas dos veces a visitarme. En ambas ocasiones me acarició el pelo con una ternura extraña, como si en ese gesto quisiera dejarme una huella. Me miraba con unos ojos que no preguntaban ni respondían, ojos que parecían sostener un secreto. Un secreto que no podía decir en voz alta, pero que, de algún modo, quería regalarme en silencio.

Un día, que para mí no era un día cualquiera sino el último de mi niñez —porque al siguiente cumpliría quince—, la abuela apareció sin anunciarse, con una simple bolsita de plástico de supermercado entre las manos. La sostenía como si cargara un relicario. Me la entregó despacio, mirándome fijo, y me dijo que la cuidara como si fuera un tesoro.

Adentro, apenas protegido por ese envoltorio humilde, había un cassette TDK de 90 minutos. En la etiqueta, escrita a mano con una caligrafía temblorosa, se leía: “Para Luna, para todos los días que no vivimos”.

Y de pronto, lo que cabía en la palma de mi mano pesaba como una historia entera.

No tenía carta, ni nota, ni firma. Solo el cassette.

Esa noche me encerré en mi pieza como quien entra en un santuario. Saqué del cajón el viejo walkman que la abuela me había regalado y, con las manos temblando, apreté play.

La cinta comenzó a girar y, de pronto, la voz de Frank Sinatra llenó el aire: «Fly Me to the Moon». Era como si la habitación se abriera hacia otro cielo. Mientras él cantaba, yo me veía viajando con mi papá en un avión inventado por mis ganas: las alas cortaban nubes de azúcar, abajo brillaban ciudades de luces que titilaban como juguetes, y en cada aterrizaje me esperaba un helado distinto.

Sinatra seguía cantando, pero yo escuchaba otra cosa: la promesa de un viaje que nunca tuvimos y que, sin embargo, esa noche sucedía dentro de mí.

Después sonaba «September», de Earth, Wind & Fire, y entonces lo imaginaba conmigo en la playa, moviéndose torpemente, bailando como un ridículo hermoso, haciéndome reír hasta que me doliera la panza.


Las canciones se iban encadenando como si fueran estaciones del año, un calendario secreto armado solo para mí:

·      Para los inviernos, Sinatra, Louis Armstrong y boleros que se arrastraban como brasas encendidas.

·      Para los veranos, música disco y funk que explotaban como fuegos artificiales.

·      Para las navidades, villancicos en inglés y en español, como si me invitara a poner la mesa con él, a compartir un pan dulce inventado.

·   Para los cumpleaños, Stevie Wonder, y hasta un “feliz cumpleaños” desafinado, grabado por su propia voz, torpe pero alegre.

·      Para las mañanas, The Beatles o Spinetta, como si me abriera la ventana y me llamara para ir al colegio.

·  Para las noches, baladas ochentosas, como un abrigo de música antes de dormir.


Casi no hablaba entre tema y tema, pero en un momento, después de que terminó «What a Wonderful World», se escuchó su voz. Una voz grave, tímida, como si llevara años guardada en un rincón y de pronto se atreviera a salir. Una voz que parecía no estar acostumbrada a decir nada tan importante.

Y entonces dijo:

—Luna… yo nunca tuve el don de las palabras. Perdí muchas cosas por eso. Pero siempre tuve el don de ponerle música a los momentos, en la radio y en la vida. No estuve para ponerte estas canciones en persona, pero acá están, todas juntas. Te amo, hija. Y espero que algún día llegue la verdad… y que podamos cantar todo este compilado entero, vos y yo, sin parar.

Después empezó «Your Song», de Elton John, y la melodía se me metió en el pecho como si me desarmara por dentro. Con los auriculares puestos, sentí que me ardían los ojos, como si cada nota encendiera una chispa que no sabía si era tristeza o alegría. No llegué a llorar del todo, pero tampoco podía contener la sonrisa que me temblaba en los labios, como si en esa canción se mezclara lo que nunca tuve con lo que, por un instante, parecía estar ahí conmigo.


Esa noche comprendí que quizá mi padre no era un espejismo inventado, sino un ser de carne y silencio, extraviado en la intemperie de mi vida. No me habló con palabras, pero me dejó un mapa secreto, dibujado con canciones, para que algún día pudiera hallarlo.

Y ahora, cada vez que vuelvo a poner ese cassette, la soledad se me achica.

No es que me devuelva a mi papá, ni que borre los años que nos arrancaron como páginas de un diario.

Pero me regala la certeza de que, de algún modo secreto, él estuvo en todos mis cumpleaños, en cada playa iluminada, en cada nochebuena con olor a pan dulce y en cada invierno humeante de sopa.

Ya no necesito explicar su voz: la escucho en las trompetas de Sinatra, en los coros de Serú Girán, en el piano sincero de Elton John.

Y me digo que algún día —cuando la verdad se atreva a cantarse sola— vamos a poner ese compilado en el equipo más grande del mundo, y lo dejaremos sonar hasta que la primera luz del amanecer nos encuentre todavía bailando.






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