Desde Perros, perros y perros del ’96 que
vengo esperando un golpe así en el pecho. Brindé con rabia alegre por La paciencia de la araña en el ’98, y
sonreí al ver a los muchachos empezar a ganarse el pan con acordes.
Pero mis oídos —animales ariscos, que sólo
se entregan a las canciones con filo de cicatriz— aguantaron veintinueve años de espera, hasta que un día estalló «Milonga
rota».
Y entonces la nostalgia se sentó a mi mesa, encendió un pucho sin pedirme permiso y me sopló al oído que todavía existen melodías con la fuerza de revivir lo que parecía enterrado.
Los Caballeros regresaron, y
conmigo volvió mi sombra de veinte: el pibe que incendiaba madrugadas en el
Purgatorio o en el Condon Clú, que se dejaba arrastrar en Arpegios desde el
bajo, con el resuello agrio de una birra caliente y la inocencia temeraria de
creer que la noche, como la música, podía ser infinita.
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