Me
gusta la idea de sumarme a la barra de un bar porteño en otoño. Es como descubrir una
cabaña en la espesura de una campiña agreste del sur donde acobijarse, apurar
algunos tragos y concebir que los problemas quedan a un lado y las ideas
naufragan por un lago patagónico imaginario que converge en la frondosidad de
Palermo.
Allí dos paisajes antagónicos, los bares de San Telmo y los bosques
rionegrinos, se funden y se ciñen hermanados por un mismo deseo: un instante de
copas y felicidad.
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