Esto
viene y se va, viene y se va y ayer vino con más fuerza que nunca. Retornó ni
bien subí a la autopista con la virulencia de quien se sabe el mandamás en el
arrabal del subconsciente. Pensé en bajar en Jujuy - ¡no puedo ser tan cagón! -
me dije. A la altura de Boedo vi un islote como un oasis en el desierto. Seguí.
No podía parar. Visualicé el Parque Chacabuco de coté, el corazón latía cada
vez más fuerte, habían pasado dos minutos de reloj, ciento veinte segundos
eternos. Las piernas tiritaban de manera involuntaria, la izquierda se amotinó
y se permitió temblar con su propia coreografía lejos del pedal del embrague
donde tenía que estar. La derecha, en todas sus formas, siempre sabe lo que
hace. Precisaba que responda. Acelerar y desacelerar eran vitales para que el
auto siga en movimiento. Busqué el carril de los lentos, disminuí la velocidad
de ochenta kilómetros por hora a sesenta. Al llegar a Avenida La Plata oí la
vocecita de Valentino como quien escucha debajo del agua un murmullo en la
superficie – Pa, yo lo único que le dije a Elías fue "cachete
inflado" – Caí en la cuenta que había comenzado una conversación donde formulé
una pregunta. Recordé a la promotora de pechos turgentes en la sucursal de
Kansai cuando me ofreció los accesorios para el auto y los rechacé por el costo
que implicaba en ese momento. Entendí que el levanta vidrios eléctricos no
sería de gran uso. Ayer hubiese sido vital para mí. Bajé la ventanilla como
quien levanta una persiana de madera pesada, todo era más trabajoso de lo
normal. El aire ingresó sin pedir permiso. Al golpear en mis mejillas me dio
esperanza y el ímpetu de continuar. Visualicé la curva de Medalla Milagrosa y
las pulsaciones eran cada vez más potentes, el corazón palpitaba en mi garganta
reseca. – No le digas cachete inflado a Elías, Valen … igual, igual no es tan
grave – exclamé con un tono más enérgico de lo habitual para escuchar mi voz.
Súbitamente, me vino la imagen de Kiko, quise reírme pero no pude. La
advertencia del desvío al acceso Oeste alumbró el interior del auto y abrigué
por primera vez la sensación de llegar a destino. La luz naranja avivaba el
avance hacia las cabinas y sentí algo similar al cansancio de llegar a la
Catedral de Luján después de peregrinar sesenta kilómetros. Ejecuté una
maniobra por reflejo, me ubiqué detrás de un camión. Desplacé el volante
lentamente de carril en carril hasta llegar al peaje de Dellepiane en punto
muerto. Al alcanzar las cabinas detuve el auto con el freno de mano. Ya no me
quedaban fuerzas. Le entregué mi billetera a la cajera, intenté mirarla a los
ojos y le expresé con una mímica imperfecta - no me siento bien - La mujer
carpeteó con diplomacia y distinguió que no iba solo. Se sacó los auriculares y
me indicó como llegar hasta el guardarrail enclavado a la derecha de la
autopista. Al atravesar el peaje sentí que el alma retornaba al cuerpo.
Valentino
no entendía nada, le expliqué que necesitaba parar unos minutos, que estaba
conmovido por lo que habíamos vivido en el Nuevo Gasómetro. San Lorenzo le
había ganado a Vélez 2 a 1 con un tremendo golazo de Blandi al palo izquierdo
de Alan Aguerre. Mi hijo dudó – Valen, tengo que parar acá– expresé con la
última gota de saliva, al tiempo que maniobraba tres metros en marcha atrás
asistido por personal de AUSA y una mujer muy joven de la Policía Federal.
Walter, un muchacho de unos treinta y pico de años, con la campera amarillo
flúor y bandas grises que brillaban en la oscuridad, me ofreció llamar al SAME,
le indiqué que no era necesario y le guiñe el ojo. Valen me vió justo y quiso
saber más. Le dije que había parado por la emoción, que la pasión por San
Lorenzo es así. ¡Inexplicable! Que su mamá iba a entender la demora porque ella
también es una apasionada por el fútbol. Walter adivinó la jugada, afanoso y
bien predispuesto entró y salió de una oficina con una botella de Coca de 600
cm3 fría. Alguien que no conozco, que no vi nunca antes me ayudó a solapar la
verdad. Valentino aceptó la explicación y saboreó la Coca Cola mientras Walter
se confesaba hincha fanático de Platense. Me pregunté ¿Cuánto hace que no
contemplo la luna abrazado de mi pichón? La noche no podía ser más perfecta.
Algo sucedió que no puedo poner en palabras. Había salvado mi vida y algo más
importante, la vida de mi hijo. Llamé a mi amigo Alejandro Faure, otro cuervo
de alma, que esta primero en mi lista de contactos y primero cada vez que lo
necesito. A los diez minutos llegó con un remis y nos rescató de la autopista.
Walter se arrimó, lo despedí con un abrazo y me reveló - está todo acá
Miguelito, todo acá - señalando con su índice la cien. Le agradecí y le revelé
que desde esa noche tenía dos motivos para simpatizar aún más con el calamar:
El Polaco Goyeneche y él. Le di un beso a la joven policía. Subí al auto y me desparramé
en el asiento del acompañante. Ale puso primera, la luna llena se acostaba
sobre el horizonte del Bajo Flores, Valentino sacó las figuritas de Pokemon de su bolsillo y las
ordenó en el asiento trasero dispuesto a continuar con el juego que comenzó
unos minutos antes, cuando el torrente irrumpió en plena autopista 25 de Mayo.
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