5 de abril de 2019

TIGRO NARVAJA





Corría el verano de 1988, Jesús Rodríguez, tramitaba a través de la Secretaria de Deportes la posibilidad de viajar a la Ciudad Feliz a muchos pibes de los clubes de la zona Sur.
Mar del Plata era la meca para nosotros: el escenario de las copas de verano, los partidos heroicos de Boca-River, la chilena del Enzo a Polonia, los Abuelos en Latex, Sumo y Virus en el Rock in Bali. Sobre todo el mar. Llegar al mar.
Yo me preguntaba como el agua se podía mover sin nada atrás, como un motor sin grupos electrógenos y sin generadores de luz. Debo confesarles que con la comitiva de clubes no alcanzamos el estadio mundialista ni los boliches de Constitución. Llegamos a una especie de Sunny Side. ¿Recuerdan esa guardería de Toy Story 3 donde todo parecía impecable? Eso sí, mucha amabilidad en el recepción y después, la realidad.
El asilo Unzue fue nuestro Sunny Side sin Loxon ni Bebote pero con la promesa de bañarnos en el mar pero cuando arrolló la noche todo fue diferente.

Habíamos llegado al antiguo hogar para niños y niñas pobres Asilo Saturnino Unzué. Tenía 11 años, ese verano cumpliría los doce. Todo se ve deformado a esa edad.
Por las noches una celadora recorría por los pabellones. Con una rama aporreaba las varillas de los caños de las camas cuchetas. El mensaje era categórico: había que dormir. Recuerdo que la comida era insuficiente. Al mar no lo veíamos ni en figuritas. 
Junto a Pochelo de José Soldati y Juanito de Lomas de Lugano, solicitamos llamar a nuestras casas. Disqué 6225790 y ¡chau! ¿Se acuerdan que el comisionado de Ciudad Gótica tenía un teléfono rojo que era atendido directamente por Batman? Bueno, más o menos fue así fue la cosa.
Cuando escuché la voz de papá me sentí el ruso Siviski tirando una pared con Insua. Fue como jugar con el cinco. Aquella experiencia en el asilo Unzue estampó el verano del 88. Empecé a apreciar las milanesas, las sábanas estiradas y el Sandy de chocolate de postre.

Después de cuatro días de tormento retornamos a Buenos Aires en tren. En Constitución salieron a nuestro encuentro los familiares de los que pudimos volver.
Fue el fatídico verano del 88, que tan bien retrata el escritor Camilo Sánchez en su libro “La Feliz”, un verano que puso a la ciudad en la palestra. Y así con ese sabor amargo terminaban los ochenta.
La paciencia y la oportunidad. Todo llega cuando tiene que llegar. 


LOS NOVENTA

Cuando promediaba la década del noventa retorné a la ciudad feliz después de los Juegos Panamericanos del 95. Fue Mar del Plata la que me sumergió en la lectura, mientras canal 8 emitía programa como “Botones y moños” y “dia D” que no era el de Lanata y el canal 10 repetía la programación del 13 de Buenos Aires. Video Clubs, libros y cartas. Y es acá donde quiero detenerme: las cartas, quizás “Relatos porteños con vista al mar” nació en aquel 95 cuando de modo usual concurría a la agencia de correo de Rawson y Sarmiento. Despachaba cartas donde relataba mi permanencia marplatense: Los Redondos en Go!, Dolina en el Torres de Manantiales, las clases de pintura en la Escuela de Artes Visuales Martin Malharro, donde conocí a tanta gente talentosa y cálida en esos inviernos crudos a fuerza de pedal.
Escribir sin tanto Púan en el lomo me proveyó la impunidad de los pibes que dibujan sin saber hacia dónde. Me formé para dibujar reconociendo hacia dónde ir, conjeturando donde impresionar, donde componer la tensión y sin embargo mis ilustraciones eran deslucidas, sin vida, sin tono.


LOS 2000
En la primavera de 2002 Seba Mulero, me propuso abrir una cuenta de para poder chatear por el extinto Messenger y allí parloteábamos horas.
Seba ya residía en Barcelona, ciudad que sería mi próxima estadía si no fuera por una posibilidad de laburo y la enfermedad de papá. Permanecí impasible con el pasaporte en la mano y opté con la cabeza de burgués mesurado, la posibilidad de un trabajo seguro ¿seguro?
Seba, desde Cataluña, fue el faro para cifrar mis días post 2001 donde se quemaron los papeles y con título en mano no conseguía hacer pie.  Recuerdo que archivaba en un diskette de 3 ½ “para Seba” y le reseñaba en no menos de cuatro carillas algunas anécdotas.
— Seba, la mina del bondi me pateo (6 carillas)
— Me separé de la mama de July.
— Contame un poco más — me decía por Messenger. ¡15 carillas!
Fui desarrollando un músculo que no se detuvo hasta nuestros días.

En octubre pasado llegue a Mar del Plata para presentar mis libros. Libros de relatos, cuentos y ensayos, y alguna poesía, sin embargo, debo revelar que en realidad fue una coartada para encontrarme con tanta gente que quiero, los mismos de siempre y nuevos amigos que se suman a este viaje.
Arribé a Mar del Plata después de 30 años y ya no demando un cospel de Entel para llamar al 6225790 y reclamar que me vengan a buscar, a solicitar un abrazo porque lo acerté en un encuentro literario.

Hallé en la escritura, el mejor abrazo al que puede aspirar un artista. Hace más de una década archivé mis lápices y mis pinceles. En la tarde previa a la presentación me reposé donde me gusta jugar: el Word. Esbocé estas líneas, porque en cada párrafo todavía sigo jugando como en aquel verano del 88, ese año que el Milan, de Arrigo Sacchi logró el Scudetto de esa temporada y Gullit, conquistó el Balón de Oro y Van Basten no paraba de hacer goles, “San Marco” y “El Tulipán Negro” ganaron la pared principal con esa camiseta formidable naranja veteada junto a la imagen de Tigro de los Thundercats, el ultimo muñeco que atesoré. Cuando me mude a mi casa, digo mi casa porque ya deje de alquilar, lo repatrié.

Tigro es mi Vaca Narvaja made in Tundera. Como en una contraofensiva ideada por Panthro desde Puerta de Hierro, viviendo con un Mum Ra vestido de Lopecito, pensé: “Qué bueno sería tener ocho años y jugar con los Thundercats a Walking Dead”. Como Martin Zariello con los Playmobil, cuando ingresé a la pubertad ya no pude jugar con los Thundercats. La última vez que lo intenté fue en el 88. Había pasado un periodo sin usarlos y quise hacer la prueba. Intuyo que sabía que la cosa no iba a funcionar pero una deuda moral con los muñequitos me obligaba a despedirme de ellos con dignidad. Hice lo que pude, pero ya no había química entre mi mente, mis manos y los muñecos. A la historia le fallaba el verosímil. Me gustaría escribir o leer un libro sobre la última vez que todos jugamos a lo que más nos gustaba jugar.

Pasaron tres décadas del 88. Tres décadas de las noches donde una celadora recorría por los pabellones y con una rama aporreaba las varillas de los caños de las camas cuchetas. El mensaje era categórico: había que dormir. Aun hoy no puedo dormir a oscuras, siento mi propio apagón, mi propio Ledesma, todavía no apago las luces de mi habitación para dormir en la oscuridad. Prendo aun mis velas para iluminar el plano, porque acá estamos. Dando testimonio. Demasiado jóvenes para morir y demasiado viejos para el rocanrol. No es fácil ser joven, pero ser adulto, tampoco. Yo, por lo pronto, hice un bollo con el plano... pero sigo buscando el tesoro…





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