CAPITULO
IX
Ingresamos a Puerta Roja. Un bar con
mesas redondas como El Tortoni, con una cortadora de fiambres en el mostrador y
retratos con figuras del cine de la edad de oro de los cincuenta. Curioseamos
un sitio para dos. Estaba nervioso. Me deslicé por el salón como un aprendiz de
impostor. Estaba librando al pie de la letra el plan de Gusti. Abrigaba un
sobresalto de vértigo pasmoso. ¿Se percibiría el disfraz?
Amparo conocía mi pasado reciente
pero no había forma que supiera de buena tinta mi estrategia. Eludió el tema de
entrada. Sin rodeos, fuerte y al medio me indagó por mi situación amorosa.
— Tu novia no se pondrá celosa por
irte de baretos.
— ¿Mi novia? No tengo novia.
—…
— ¿Por
qué esa cara?
— Ninguna cara. Solo que me llama la atención.
— ¿Qué?
— ¿Estás en babia? Que un tío como tú no tenga
novia.
— Uno nunca está solo y siempre
estamos solos, Amparo.
— ¡Que va! Cosmología conmigo no, eh. Vamos,
no seas gilipollas.
— Preguntame lo que quieras. No tengo
problemas en responder.
— Bien ¿Estás enchochao?
— ¿Qué es eso? — pregunté con merodeo.
— Enamorado.
— Ahora, no. — contesté y pensé en Inesita.
¿Acaso la stalker plantinum le habló de Vera?
— ¿Lo has estado?
— Si, aunque mi analista sostenía que no.
— ¿Por qué?
— Para el psicólogo Vera no fue un
amor.
— ¡¿Vera?!
— Si, así se llamaba.
— Lo siento.
— No, no. Vive...
— ¡Qué alivio! ¡Joder!
— Terminamos hace tiempo. Quedé muy golpeado.
— Te haces el gamberro pero eres un
sentimental, eh.
— No sé, que sé yo. Fue una locura.
— Si no estás dispuesto a hacer locuras no
mereces enamorarte.
— Bueno...
— ¿Te enamoraste o no colega? ¿Cómo era ella?
— ...
— Se te dilataron las pupilas ¡Vamos! Habla,
hombre.
— Era, era…
— ¿Era?, ¿Vera? — ironizó Amparo y rió como
una chiquilina. Dejó ver un ademán espontáneo, como en las fotos del
International College Spain.
Ella maniobró el timing de la charla
con pericia. En cinco minutos ya me tenía entre las cuerdas. Mientras una camarera
con una fisonomía pequeña nos brindaba la carta, soltó el tema que me
inquietaba. Con dos frases certeras destrabó la tirantez que se escurría desde
un vaso de chupito sin levantar hasta su anillo de compromiso.
— Debo ser sincera contigo, Mauro. Sé
que tienes problemas con los excesos y tal. No he venido hasta aquí a juzgarte
por lo sucedido en la redacción. Sé que no eres pardillo, sólo quiero saber por
mí misma. Ahora que veo tu mirada sagaz, deduzco que tienes mucho para decir
sobre esa mujer.
— Esa mujer…
— Sí, como el cuento…
— ¡¿No me digas que leíste a Walsh?!
— ¡Claro! No me rayes. Soy
periodista.
— Walsh es mi escritor favorito…
— “El coronel elogia mi puntualidad.
Es puntual como los alemanes, dice...” — relató Amparo con su acento madrileño.
— ¡Me vuelvo loco! — dije con un tono
inocente, mientras delineábamos en nuestras miradas un frenesí adolescente.
— ¡Qué va! Habladme de Vera ¿Qué fue
lo qué pasó?
— Fueron años de preguntas sin
respuestas…
— ¿Qué sucedió?
— No quiero hacer de nuestro primer
encuentro una pálida.
— ¿Una pálida?
— Sí, un relato triste.
— Pero hombre, ¿Quién dice que
enamorarse es algo triste? Me la pela, cuando finaliza el amor te concedo que
sea triste, pero él mientras tanto… Es algo que poca gente vive.
— Tenés razón — revelé para seguirle
la corriente ¿Por qué no contarle? Hablar de Vera sosegaba mi ansiedad.
— Pues, continuad entonces.
— Bueno, fueron años de terapia.
Sentí que iba a enloquecer, la veía en todas partes…
— Ahorremos los desencuentros. ¿Cómo
fueron los encuentros?
— Bueno, pocas veces sentí que una
caricia podría traspasarme. No sé si voy a olvidarme de ella — ¿Qué estaba
diciendo? — Bueno, eso es todo lo que
recuerdo.
— ¡Ni de coña! Continuad, por favor.
¿Estaba bien que hable? ¿Acaso Vera era una
historia sin superar? ¿Me sumará puntos para llegar a Amparo? ¿Rudo o sensible?
¡Gusti! ¡Help!
— Tengo algo escrito en un blog.
Estoy desenrollando un relato que me ayuda...
— ¿Te ayuda?
— Me ayuda a olvidarla.
— ¡Joder! ¿Lo puedes buscar?
— ¿Ahora?
— Sí, ahora.
— …
— ¿No tienes datos? Yo te…
— No es eso. Lo busco. A ver —
Siempre tengo a mi lado el blog — ¡Acá está! No está terminado, es un borrador…
— ¡Qué chorrada! Vamos igual. Te
escucho.
— Bien… “Ella me hablaba con voz de
caramelos, la veía atizada en sus ojos almíbar a caballo de dos espejos donde
tumbarme ante tanto ruido (…) Cuando sus sentidos reposaban en estado presente
relucían como un semáforo en amarillo…”
— ¿Semáforo amarillo?
— El amarillo es la cautela… ella
apaciguaba nuestra marcha y "yo aceleraba a la espera del paso a un verde fugaz.
Ella avivaba un rojo impreciso antes de ser carmesí..."
— ¡Cómo mola!
— ... "Su sonrisa era un retozo de
molares y premolares que afloraban con galanura. Entreveía unos hoyuelos en
suspensión que acentuaban su gesto prodigioso…"
— Qué buen rollo. Sigue…
— ... "Sacudía su cabellera como si su
flequillo fuera una visita imprevista braceando en la frente (...) Empuñaba las
copas de vino con el pulgar y el índice creaban una u extendida sobre el
cristal. Su meñique apuntaba hacia mí como las plumas rectrices de un pájaro en
el ribete."
— ¿Cómo eran sus manos?
— Pequeñas... Suaves…
— Pásame tu móvil, churri. Improvisa
algo sobre su piel — me reclamó Amparo y sonrió desenvuelta.
— Necesito una copa más.
— Tienes dos mensajes.
Mondongo: "la bichi una
manteca".
—
Vamos. Su piel era…
— Tersa, la más sedosa que cortejé...
En el último encuentro nos apretujamos fuerte, como quienes se despiden para
siempre...
— ¡Ostia! Muy bien ¿Escribiste algo
del sexo con ella?
— Sí.
— ¿En el blog?
— No.
— Dime.
— Bueno ¿Cómo decirlo? Con Vera
tuvimos una relación más poetizada que libidinosa. Estaba tan atraído por ella
que me costó hacerle el amor. Vera apuntó con su flanco hacia la ventana y
voló...
— No siempre nos vamos por mal sexo.
— Es cierto, creo que voló porque la
ahogué.
— ¡Ostia! ¿Fue amor o qué?
En ese momento hallé en Amparo una
pitonisa que desplegaba su tercer ojo. No me fastidiaba que entorpeciera mí
relato. Logramos un contrapunto sincopado. Mis ojos se desvistieron ante su
escucha. Amparo distinguió sobre la mesa del bar mi costado obsesivo más que al
hombre rendido con sus contradicciones. La camarera a quien no vimos llegar,
sirvió nuestros pedidos. Alcé mi ponchera de Vodka.
— No debo tomar más que un trago.
— ¡Qué guay! No seas un pringao.
Estábamos en Vera y me cojes con tu trago.
— Me cuesta mucho. Perdón que sea
insistente.
— Conozco en Madrid a varios colegas
atornillados al caballo ¿Sabes qué es?
— Sí, veo películas.
— ¿Qué es?
— Falopa.
— ¿Qué falopa?
— Falopas duras.
— ¡Que va! Eso mismo. Vamos, Mauro.
Con todo el respeto que me mereces, debo ser sincera contigo. No escucho ni
percibo a un hombre enamorado, ¿vale?
—
Sí ¿Entonces?
— Escucho a un tío que le molaba una
tía, pero considero que le molaba más cómo erais cuándo estabas con ella. Medio
narciso ¿Entendéis?
— Sí.
— ¿Y ella? ¿Qué le pasó contigo? Me
imagino que es guapa.
— Si, muy linda.
— No alcanza con eso. Te encantará
cuando te enredéis hasta el cuajo, con las vísceras ardiendo en tizones, sin
tanta descripción, sin tanta cosa de lo que veis. Ella no acarició ni de cerca
tu corazón, lo rozó en todo caso.
Se generó un silencio incómodo. Tomé
mi vodka de un sorbo.
— Mi analista pensaba lo mismo.
— ¿Pensaba?
— Si, abandoné la terapia.
— ¿Por qué?
— Porque me sacó la ficha.
— ¡Vamos! ¿Sacar la ficha sería
dejarte en evidencia?
— Claro, algo así.
— Te lo diré como lo decimos en
Madrid: Mezclaste churras con merinas.
— ¿Y eso?
— Estabas confundido.
— ¿Tomás café?
— No te me escapes, churri.
— No me escapo. Me cuesta hablar de
Vera.
— Yo diría que no tanto. Creo que la
Vera va quedando atrás.
— Ojalá, gaita.
— Ahora que me llamas “gaita” con
boca chancla. Explícame ¿Qué hacíais en deportes, tío?
— Es mi profesión. Me llevó Gustavo.
— ¿Elgusti? — preguntó Amparo
arrastrando la s.
— Si, ¿vos también le decís El Gusti?
— ¡Tú lo llamáis así!
Largamos una risotada al mismo
tiempo. La sonrisa nos delata cuando alguien nos gusta. En ese preciso instante
supuse que la táctica recomendada por mi amigo marchaba viento en popa.
Conquisté el centro de la pista por primera vez en la noche.
— ¿Él te dijo que me invitéis a salir,
verdad?
— ¿Cómo? — pregunté y me tiré contra
las cuerdas.
— Lo que escuchaste.
— No, ¡Para nada! — respondí
cubriéndome. ¿Acaso esta mujer podía leer mis pensamientos? — ¿Cómo me va a
decir eso? Estoy grande, Amparito. Lo hago porque quiero, porque anoche
trabajamos… Hoy tuvimos el día libre…
— No te pongas nervioso. Fue solo una
pregunta, chaval.
Tomé mi vaso. Estaba vacío. Pedimos
dos cafés negros.
— Me mola la historia de esta tía con alas, eh
— dijo Amparo mientras removía el café negro.
— La tía con alas, voló.
— Voló como el pasado.
— ¿Cómo el pasado? — le pregunté.
— Sí. El pasado no se larga del todo.
La memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos.
— ¡Epa, epa! Desarrolle Licenciada.
— Hay que estar preparada siempre. No
sabéis cuándo alguno de tus recuerdos te dará el coñazo, se aferran, algunos
son dulces y te hacen sonreír, otros se salen por los ojos, ¡a tomar por culo!
Parecen cascadas sobre las mejillas.
— Interesante. Che, este café está
quemado.
— Si, ¡Joder! Es igual. Bueno, Mauro.
Ya estuvo bien, tengo que regresar.
— La próxima quiero saber más de vos.
De tu matrimonio, de tus hijos…— levanté mi mano para llamar a la camarera. Era
tan petisa que no podía encontrarla en el salón.
— Mira, mi estancia en Buenos Aires
se extendió más de la cuenta. Así que te concederé una cita más y veremos.
— ¿Cómo es? ¿Vos podes saber de mí y
yo no puedo saber de vos?
— No somos niños. Soy casada, chaval.
— ¿Qué tiene que ver una cosa con la
otra?
— ¡Ostia! ¿No te das cuenta? Una
mujer no permanece más de una hora con un tío sino le gusta...
— ...
— Tú me gustas — me cantó la
madrileña, con la firmeza de un quebracho.
Salimos del bar en silencio. Quise
decir algo y Amparo me detuvo.
— No estás obligado a platicar, tío.
En cuanto a mi matrimonio solo puedo decirte que estamos en una transición, ya
te contaré — dijo de corrido sin mirarme, como si lo hubiese ensayado en el
trayecto de la mesa hasta la puerta. Alcanzamos la vereda y extendió su brazo
como una heroína. Un taxi se detuvo.
Quise decirle: Escúchame gaita, yo no
sé cómo explicarlo. Hace años que no me conmuevo por casi nada. Tu orden, me
inquieta. Tu ángel, me hechiza. Tu profesionalismo, me calienta. Me encanta
cómo abordas a la runfla y conseguís los dictámenes, cómo desgranas los
proyectos con un conocimiento jurídico admirable. Estudiaste el reglamento en tres semanas. Dedujiste los puteríos solita, solita. Sacaste
quienes cortan el bacalao. Estoy en una edad donde es muy difícil que algo me
sacuda ¡Me volvés loco! Me dan ganas de bañarme, afeitarme,
tomar cada vez menos, de emprolijarme, de comprar pilcha. Por favor te pido que
me escuches. No estoy jodiendo. Me voy con vos donde sea. Con el respeto que me
mereces, debo ser sincero, no escucho ni percibo a una mujer casada.
Vivamos juntos ¡Escúchame! Dame cinco minutos para declararte mi amor a gritos
o susurrando o con miedo en la voz. Llorando, con palabras torpes. Por favor,
es ahora.
Intenté abrir la puerta del taxi.
Ella me frenó.
Me volví a casa caminando. En el
trayecto recordé a Vera cuando me dijo: estoy en una transición, ¿Cómo una
transición? Sí, me estoy separando. Dame un tiempo para acomodarme. Estoy o
estamos, le pregunté y no me contestó. Me animé a preguntarle ¿Qué somos? ¿Cómo
que somos? Claro, que somos le repetí y me dijo: compañeros.
Vera, a diferencia de Amparo, tenía
una manera sombría de usar el lenguaje. Apelaba a términos imprecisos como
cambio o giros en la relación con una vocación de cronista del mercado
bursátil. De a poco naturalice su modo de hablar displicente y lejano. Al día
de hoy no sé qué quiso realmente.
A veces siento que vuelvo a pensar en
Vera como un carroñero de la nostalgia. Cirujeo en despojos de cierta simpatía
que se deshicieron con las lluvias. Cuando nos separamos, su silencio fue un
golpe mudo. Solo quería embriagarme con el que fui, con el de palabras sin
bordes filosos antes que bajara el sol y volver a sentirme carne, cabeza y
esqueleto. Lloraba con sigilo. Silencios aferrados a las paredes. Me la jugué.
Y si no hay riesgo, ¿para qué vivir?
Por un lado había superado una prueba
de fuego tan ardua como amaestrar mi abstinencia. Había domado a mis propios
miedos y el terror a ser rechazado. Por otro, no me esperaba semejante
revelación. Amparo se expuso con decisión. Tachó la doble del histerismo a lo
Vera y puso sobre la mesa las cuarenta del mazo.
¡Tengo que llamarlo al Gusti, ya!
Listo, se acabó la estrategia.
Amparo es un amor, pero se va.
Siempre se van. ¿Cómo sigo?
Dos días después me llegó un mail de
la Secretaria Parlamentaria, el tratamiento de la reforma previsional era un
hecho. Sería la última cobertura junto a Amparo. Ella quiso acompañarme. Ese
miércoles quedamos en medio de una lluvia de piedras mientras intentábamos
filtrarnos en el palacio. Una multitud derribó las vallas. La abracé creando un
escudo humano y pudimos entrar. Fue la primera vez que la sentí tan cerca.
Aprecié su perfume que aún hoy habita en mis recuerdos.
Si bien estábamos acreditados, hubo
colegas que no pudieron ingresar. Mondongo fue el encargado del cercado de
contención. Al vernos me guiñó un ojo. "La Bichi" cumplió. Con la
sesión en marcha nos ubicamos en los palcos de periodistas. Los incidentes
afuera se agudizaban. Tras un breve cuarto intermedio, mientras redactaba,
Amparo me acercó un café.
— ¡Muchas gracias!
— Agradécele al joven — me dijo
Amparo y pude ver los zapatos del Toto — Estoy sin perras. ¿Tú puedes pagarle?
— Ta´ bien señora— dijo el Toto.
— ¿Mauro?
— Sí.
— ¿Podríais averiguar que se tratará
sobre tablas? — me pidió Amparo. Creo que intuyó que el Toto quería decirme
algo a solas.
— Sí, claro.
Aproveché la directiva y me lancé a
los pasillos. Me esperaban "los nenes" como perros hambrientos. Les
marqué un par de puntos y salieron a la caza. Toqué a dos
asesores y conseguí el orden del día. Amparo lo leyó apresurada y decidió que
no había nada importante que cubrir. Si el tratamiento de la reforma
previsional estaba abrochado no tenía sentido seguir en el palco. La
manifestación comenzó a trasladarse a la avenida 9 de Julio y nosotros
retornamos a la oficina. Amparo me planteó ingresar a un bar con wifi hasta que
se amainara la protesta, cubrir el debate on line y redactar el grueso del
cronista.
— ¿Querés ir a descansar? Yo me
ocupo. Le doy formato y la subo a la web — le propuse al verla extenuada.
— Bueno, vale ¿Tenéis la clave?
— No.
Amparo no terminó de exponer “Si
regresas a la redacción no vas a poder…” cuando sonó su teléfono.
— Mauro, Spataro precisa hablar
contigo.
— ¿Pasó algo?
— No lo sé…
— ¿Estaba de buen de humor?
— Parece que sí. Tenía buen rollo.
Una casa de electrodomésticos cojonuda se sumó como cliente.
— Buenísimo. Voy ya mismo.
— ¡Que guay! Voy contigo.
¿Por qué no me llamó a mí? ¡Viejo
forro! Al final siempre lo mismo.
— Adelante Hamilton ¿Cómo está?
— Muy bien, señor.
— Siéntese. Quería felicitarlo por su
trabajo en el tratamiento del proyecto de góndolas.
— Gracias, señor.
— Hablé con la Licenciada Garcés
Marcilla, me comunicó que la exclusiva la gestionó usted.
— Sí, señor.
— Eso generó muchos clicks.
— ¡Qué bueno!
— ¿Usted sabe lo que eso significa?
Podríamos rever su situación contractual. Tengo dos postulantes para dirigir la
sección política. Amparo no va a estar toda la vida con nosotros. ¿Le gusta lo
que hace?
— Sí. Me gusta.
— Me alegro por usted. Para que
aprecie que no hay rencores, quiero invitarlo a mi casa esta noche y precisar
algunos detalles sobre su continuidad. Mi señora cocinará unos spaguetti
carbonara.
— Le agradezco, pero no es neces…
— Olga y yo entendemos que sí.
— Bueno, acepto la invitación con
gusto, señor. Llevo unas bebid…
— No se preocupe. Por cierto, la
licenciada también está invitada. Seremos cuatro comensales.
— Muy bien, señor.
Salí del despacho del viejo con un paso errante. En la redacción crujía un silencio sacramental. ¿Por qué tanta cortesía? ¿Amparo le habló de mí a Omar? Sus días en Buenos Aires estaban contados. Recordé que el Gusti me reveló que la vieja me quería entrar. Me senté y prendí la computadora. Un mutismo frío se apoderó en los boxes cuando mi jefa de sección se arrimó hasta el escritorio. ¡No podía ir careta! ¿Si la mujer de Omar me tiraba plumas? Tenía que avanzar. No me podía achicar. ¿Dónde conseguir algo power para la sobremesa? No podía fallar. ¿Los nenes? ¡No! Eso implicaría exponerme con Mondongo. El gordo podía ser un barrillete pero no era ningún gil. ¿Llamar al Lechuga? Uf, eso sí que no.
WILD WILDE
La última experiencia fue un chasco. Recuerdo que después de un año de la carta
definitiva, volví a ver a Vera. Estaba sola, elegante, meneando el flequillo
con un tips que podía distinguir a varios metros de distancia. Mientras
vacilaba en acercarme, llegó un tipo arreglado con un paso resuelto. Ella le otorgó
un vistazo de enamorada. Algo retraída se acercó, lo besó en la boca y posó las
manos sobre sus pómulos. Reparé en su anillo cuadriforme y plateado mientras
marchaban como tejiendo un atajo hacia las escaleras del subte. No quedaron
dudas, el lenguaje de la verdad es siempre sencillo.
Atónito distinguí la misma cartera
negra algo deslucida en la que ella encajó con fiereza una foto de Grisú y un
pedazo mío que sucumbía cuando nos separamos. Yo sabía que al dejarla ir se
desmoronaba una relación con ninguna prisa, besos encendidos, y noches sin
futuro.
Exhalé profundo como me enseñaron en
los grupos de rehabilitación. Mis piernas temblaban y ansiaban salir de allí.
Mi corazón, en cambio, me ordenaba quedarme un minuto más. Bajé por Carlos
Calvo, me perdí entre las veredas de San Cristóbal y al llegar a casa, Luciana
me sorprendió en la puerta del edificio. Me vió con los ojos tristes y me
preguntó si estaba todo bien. No respondí.
Al entrar al departamento fui directo
a la cocina, busqué mi taza y esparcí dos cucharadas de café con azúcar. Me
asaltó un flash back de Pão de Açúcar. Batí y batí a un ritmo maquinal mientras
lágrimas veladas auxiliaban la mezcla. Unos minutos después me restablecí y
revelé a Luciana que estaba todo bien. La besé al tiempo que tomaba el primer
sorbo de café y agasajaba a Cooke, su perrito pekinés. Durante años preferí una
locura que me ilusione a una verdad que me tumbe.
— Me separaron de la sección —
comenté en voz baja al tiempo que le preparaba un café.
— ¿Por eso estas así?
— Fueron seis años...
— Bueno, ya estabas medio podrido de
esas notas, o ¿no?
— Si, en sociedad está Silvina.
— ¿Y qué tal?
— Buena mina, labura muy bien. Era
secretaria del jefe. Está estudiando periodismo. La conozco hace años.
— ¿Menos laburo ahí?
— Es diferente. Menos egos con que
lidiar, más llevadero.
— ¿Tus vacaciones quedan igual?
— Sí, sí. Hoy hablé de guita y de eso
justamente.
— Bueno, bombón. ¿Por qué tan
angustiado, entonces?
— Qué se yo.
— Cambiá esa cara ¡Parece que viste
un fantasma! Mi hermana puede cuidar a Cooke.
— Está bien. ¿Tenes fuego?
— Me confirmó hoy. ¿No está bueno?
Quiero que viajemos tranquilos, mi amor.
—…
— Quiero volver a Río, conocer Angra Dos Reis. Es un lugar alucinante…
— Y… Está bueno.
— ¿Fuiste? No me dijiste eso ¿Cuándo?
— De pendejo, con los pibes de la
secundaria.
— ¡Ay! ¡Mira vos!
— ...
— Bueno, yo me
encargo de las reservas de los vuelos, el hotel y las excursiones.
— ...
— Vos después me decís. Dame una seca.
— Lo que vos elijas estará bien.
Recuerdo muy bien esa recaída.
Después de diez meses de sobriedad y abstinencia el diablillo interno golpeó
las puertas de mi abismo. ¿Dónde buscar? ¿A quién llamar? ¿Cómo reaparecer en
un circuito extraño y hostil?
Pasé la noche sin dormir. Me puse a
stalkear y fue inevitable la pulsión de ir al mismo lugar de mierda. Cristian
“Lechuga” Hamilton. Era él. Vacilé un segundo. Le escribí. Lechu respondió al
día siguiente y quedamos en encontrarnos en un bar de la estación de Wilde.
— ¡Cualquiera, tigre!
— Acá tenes la plata. ¿Qué más queres?
— ¿Qué quiero? Que te tomes el palo.
—No te podes negar. Desde cuando sos tan
moralista vos.
— ¿Mora qué? Vos ya no estas para
esto, nene...
— ¿Por qué me hiciste venir hasta
acá?
— Porque pensé que venias a vernos.
Además la Cata preguntaba por vo´...
— ¡Bueno si me aprecias dame lo que
te pido o decime con quien puedo hablar!
— Porque te aprecio te digo que no.
Las cosas cambiaron mucho. Ya no es como ante´.
— ¿Y cómo son?
— ¿Cómo son?, ¿Qué te enseñaron en la
faculta´? Te la nombré a la Cata y ni mu.
— No podía cuidarla, Lechu. Vos lo
sabes bien. Vine porque confío en vos.
— No te puedo ayuda´, hermanito.
Tomá, esto era de la Cata.
Retorné de Wilde aturdido, manija y
con las manos vacías. Un oso de peluche de mi sobrina era todo mi bagaje. Di
vueltas como un trompo. Ingresé a una iglesia. Lloré desconsolado. Recordé al
padre Tarcisio cuando en la parroquia del barrio me estimuló a tomar vuelo. —
Mauro, te sobra talento. Tenes que estudiar, hijo.
CATA
Con las pocas herramientas que tenía
resolví continuar mis estudios y salir de la sordidez que me envolvía. Fue una
estupidez regresar a donde ya no me esperaban. La evocación de Cata me
atravesó.
Hace más de una década, el Lechu me
intimó que custodiara a su hija cuando cayó en cana. La mamá de Cata
desbordada, una noche donde nadie la vigilaba, tomó de más. A la madrugada
tropecé en el baño con su cuerpo sin vida. Cata, de ocho años, dormitaba
mientras su madre se moría. Sobrepasado por la situación salté corriendo de esa
escena espantosa y no volví jamás.
Finalmente salí de la iglesia luego
de la expedición al pasado en el sudeste sombrío. Cansado de buscar respuestas
recordé la canción de Dylan cuando el nobel de literatura sintió que tocaba las
puertas del cielo. “Knock—knock—knockin' on heaven's door”. Dios no me abrió.
Caminé por Lima y entre a una pizzería Ugi´s. Ordené tres porciones del cuerpo
de Cristo y una botella tres cuarto de la sangre del Señor.
— ¿Dos o cuatro, amigo?
— ¿Sos sordo? Tres porciones, te
dije.
— ¡Dos o cuatro, así de corta!
— Eh... Bueno, dame dos.
Repeat
— Two or four, my friend?
— Are you deaf? Three portions, I
told you.
— Two or four, so short!
— Uh... Well, give me two.
Con la mirada vacía y acuosa, como la
de los peces cuando van ahogándose fuera del agua, sacié la sed del cuerpo y
del alma. A la tercera cerveza acerté con un discípulo de Wild Wilde que me
invitó una copa. Después de una charla extensa me indicó donde encontrar al
Dios que buscaba. El Dios que no interroga y atiende de lunes a lunes las
veinticuatro horas.
— Decile que vas de parte mía.
— ¿Me hacen descuento?
— Dale cabezón, nos vemos.
— ¡Gracias, loco!
— De nada, compadre.
¡A la mierda con el Lechu! Al calor
de los alcoholes los desconocidos se vuelven amigos. Mientras me encauzaba al
encuentro de Dios, recordé que debía preparar una nota atemporal para la
sección sociedad del diario. Tomé mi apuntador y rasgueé: La Iglesia del
Inmaculado Corazón de María es el característico templo católico que corona el
extremo norte de la Plaza Constitución…
— Linda chicas, eh.
— ¿Viste? — me dijo Dios.
— ...
— Vamos a lo nuestro... Si queres,
podes pasar con alguna más tarde — sentenció.
De una de las habitaciones irrumpió
un ángel regordete duro como empanada de puerta que le habló a Dios al oído.
Este cambió su expresión y me apuntó con voz firme.
— ¿Vos no sos el hermano del Lechu? —
me dijo el espíritu celestial de los escondites, mientras carpeteaba mi pulsera
de Chaca.
— No, no.
— Mira, papito. No es nada en contra
tuya pero tómatela.
— Tengo plata. ¡Te voy a pagar!
— Ándate antes que los guardianes del
cielo se pongan nerviosos.
Ebrio y entontecido salí del lugar
con dificultad. Al subir las escaleras advertí un arcángel muy agraciada que me
resultó familiar. Ella me observaba mientras escalaba hacia la puerta de
salida. La piba, que no llegaba a los veinte, elevó su brazo derecho
retraídamente y colocó sus dedos en V. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
El aire de la calle me despabiló en
ambiguas horas que mezclan al borracho y al madrugador. Tomé un taxi — Carlos
Calvo y Cevallos, por favor — y apoyé mi cabeza sobre el oso de peluche.
El Lechuga tenía razón, las cosas
habían cambiado, ya no eran como antes. No regresé nunca más.
DICTÁMENES
— Mauro, aquí están los dictámenes
impresos, firmados y sellados — me dijo Amparo mientras se acercaba hasta mi
cuello ¿Por qué no me los remitió por el chat interno como lo hacía siempre? —
¿tú me recogerás esta noche? — continuó con la voz dulce y firme.
—Sí, claro — le respondí mirando su escote.
Al levantar la cabeza observé la fisonomía del Gusti Santos. ¡Estaba
chocho! Como un alumno retozón en el banco del fondo. Le faltaba pedir fuego
para fumar un habano. Mi amigo había resuelto un gran operativo: Recuperar la
confianza de Omar Spataro, al tiempo que Amparo me pedía, frente a todo el
personal, que la pase a buscar para ir a cenar a la casa del jefe.
Capítulo X → https://bit.ly/39XILe2
¡¡como me gusta leerte, raul!! contados con los dedos de la mano quienes se destacan/destacaron en blogs (Camila Sosa Villada, Hernán Carsciari por nombrar algunos, tarea para esta cuarentena si no los leiste jajaj) entre ellos vos.. buena suerte y buena vida.
ResponderEliminarMuchas gracias por tus palabras, a Hernan Casciari lo he leído, tengo dos libros de el, lo escucho en Metro además, un fenómeno y de Camila leí La novia de Sandro, su libro de poemas, maravilloso. Tengo como tarea leer sus novelas. Un saludo y gracias por tomarte el tiempo de leer y comentar además, también te deseo buena vida!!
ResponderEliminar