Antes de ir a la radio rumiaba sobre ciertas fotos y cuando digo fotos, me refiero a las originales impresas. La de los álbumes anillados con un papel film ambarino ¿Cuál de las fotos ubicamos primero? ¿Cuál colocamos después?
Álbumes distinguidos que completan su imagen con fotografías reveladas sobre un papel de gramaje específico, mate, sin brillo, con la finura
que nace de los bordes.
Fotos donde éramos felices sin saberlo. ¿Conscientes? ¿Felices? ¿Conciencia y felicidad es un oxímoron?
En mi niñez no había
nada que fingir. Lo que se veía en una foto era lo que pasaba, al menos en mi
mundo interior.
Las fotos con niños son las más entretenidas. Un pibe hace una cara disparatada y desmantela el sainete. Esa postal buscada ya no formará parte del álbum oficial. ¡Raulito, otra vez! ¡Tía Rita fue a la peluquería, mecachondie!
A mí me encanta ver fotos. Es mí fetiche. Es un plan en soledad y un evento en compañía. No es lo mismo enviar archivos de imágenes escaneadas por WhatsApp qué preparar la mesa, poner la pava y disponerse a una panzada de evocaciones con el mate lavado.
Allí, frente a nuestros ojos, reposan originales sin palabras, sin globos de texto. En ese juego, cada uno puede descifrar lo que pudo haber pasado ese día, esa noche. Es el soplo donde la fotografía se tutea con la poesía. Empuñan el volante de una bicicleta en picada y sin rueditas. El fotógrafo Robert Frank decía que “cuando la gente mira mis fotos quiero que sientan como cuando quieren leer un verso de un poema una segunda vez.”
Este es el primer programa de la
segunda temporada de “La Hora sin Sombra”, dónde cada martes pensamos sobre
lo que hemos perdido, sobre retratos que huyen en la brisa. Fotos que se perdieron en un disco rígido o en un pendrive con la cara de Mickey.
El avance de la
tecnología nos da la posibilidad de acopiar más y más fotos pero se llevó consigo lo esencial, lo que podemos arrullar.
Las voces no se pueden acariciar.
Solo me quedaron mil fotos de quienes
partieron. Debo admitir que con solo mirarlas puedo arrancar cada mañana a
enfrentar el asfalto rociado de distancias. ¿Quién las sacó? ¿Quién apretó el
click? No lo sé. Quienes sacan fotos resuelven ser héroes anónimos de
esta película, de esta sucesión de fotogramas, de este evento que se ennoblece en
un “Digan Whisky”.
Cómo si fueran un tubo de oxigeno ante el ahogo de las voces ausentes, me abrazo sobre dos cajas guardadas por mamá con la leyenda “fotos de raulito”
Atesoro en mi
cabeza miles de imágenes que no forman parte de ningún álbum anillado con papel
film ambarino.
Hoy en la radio las polaroids mutan en párrafos torpes. En definitiva “La hora sin sombra”
dejó de ser un programa de radio para ser un bonito pretexto, un subterfugio
para refundar aquellas cosas que hemos perdido.
Hoy mi hijo Julián, el muchachito que más quiero en este mundo, cumple 14 años. Le gustan los números pares. “Papi, nací un 2 de agosto, del mes 8, del año 2008”. Llegó al mundo por el amor de dos.
July juega a la pelota, juega de libero, juega de “dos”. Digo pelota como podría decir fútbol porque las dos palabras tienen “seis” letras. Él es mi foto favorita.
Todavía quedan fotos por disfrutar que no hemos
sacado. Sueño con obtener una en especial: mi pelo blanco y mi piel empachada
de arrugas. Cuando mi hijo le indique al fotógrafo, - ¡Espere, espere, falta mi viejo! Está un poco lento. Tiene 80 mil fotos en el espalda! Ahora sí, maestro, saque nomás.
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