“Mi rebelión ya no aclara mi mente.”
CS
I
Son de
esas tardes que tengo alguna certeza que la tropa está ordenada, las cuentas
pagas y serpenteando llegaré al 30. Son de esas tardes que miro a Valen y me
pregunto si es oportuno tirarle información recargada por el estado de las
cosas.
“Si me
pasa algo llama a… No, no… Algo digo. ¡No!, está bien… no me va a pasar nada.
Si papá es inmortal…" ¿qué estoy diciendo? En definitiva nada tiene
significado en el momento en que perdemos la ilusión de ser eternos.
II
Son de
esas tardes en las que evoco los sábados de fútbol y boliches bailables. El
sábado es el día más sobrevalorado de la semana.
¡Cuánta
intranquilidad antes de un partido! ¡Cuántas caras lánguidas en las tribunas al
encuentro de una victoria! Contornos inmutables sobre el tablón con la ilusión
que ganemos un puto partido y así justificar nuestras vidas.
Mientras
recorría el pasillo hacia el vestuario advertía con aflicción la cancha de
bocha desmantelada y las vitrinas de trofeos oxidados.
Cuando
jugábamos de local sacaba los laterales al lado de la ventana del buffet. Al
asomarme trepaba por las rejas corroídas la frustración de los vitalicios, el
infortunio de las horas en la fábrica y la rutina de sentarse en un escritorio
ocho horas por día. Al sacar, expulsaba no sólo la pelota. Arrojaba la idea de
“yo no quiero ser esto”.
Si el
esférico no llegaba a un compañero se oían bufidos de esas almas deslucidas.
Los
sábados de fútbol eran una excusa para esquivar el hastío y el absurdo del
propio destino. Ni un gol de media cancha, ni la copa tan apreciada, ni la
muerte de Omarcito, el buffetero, nada de eso tenía la suficiente importancia.
La angustia existencial de los fines de semana enlodaba todo el club.
III
Son de
esas tardes que no distingo si el sol irradia o llueve. Son estas tardes que
uno quisiera volver a ser joven. ¿Joven? ¿Para qué? ¿Para sobrellevar desde la
alborada el rechazo que mora al anochecer cuando las chicas agraciadas te dan
la espalda?
— ¡Por
fin viernes! — escribe el gordo Orly en nuestro grupo de whatsapp.
— ¿Para
qué, Orly? ¡Explicame, gordo!
¿Para
ahogarnos en maratones de netflix que nos hacen olvidar que tenemos unos
laburos de mierda, donde ascienden los mediocres y los versados naufragan en el
estigma de no humillarse para ganar una moneda más?
IV
Hago
zapping y ruego escuchar una verdad. ¿Para qué? A veces buscar lo que es
verdadero no es buscar lo que es deseable.
— ¡Si
tuviera veinte, che! — insiste el gordo, mientras comparte un video zarpado.
—
¿Veinte años?
— Sí,
loco.
— ¿Para
llegar a la puerta del boliche y que nos saquen a patadas en el culo por no
vestir las pilchas que hay que tener?
— Es un
decir, mi amigo...
—
Volver al barrio y que tu viejo te pregunte: ¿Qué pasó? Pasó que no me disfrazo
como esos chetos del orto. Porque me gusta el rocanrol y me gusta vestirme así.
Porque la mina que me mueve la aguja va a ese boliche y la única manera de
decirle que me gusta es dado vuelta, desinhibido por el escabio, con una luz de
mierda, la música ensordecedora y el vaho de una humareda blanquecina — escribí
como con un revolver cargado.
—Es
verdad — siguió Pochito — Y sale una chamuyo flaco: —Me aburrí, pa. La música
no me copa tanto.
V
Una vez
más el vacío se apodera del medio campo y nos lleva a un lugar de no existencia,
de no saber cómo seguir. La adolescencia es atractiva para la publicidad, no
para la vida real.
El
sobrepeso o la extrema delgadez, el acné y los aparatos, los pies chuecos o un
corte de pelo incorrecto nos despachan directamente a ese distrito donde residen
lo que no cumplen con el canon de perfección. Ahí es donde el bullying echa
raíces.
A veces
pagamos un precio altísimo por pertenecer, por estar en compañía.
Después
volvemos al encierro y pide pista una visita inesperada: el vacío. Caigo en la
trampa de no saber ni quién carajo soy, ni para qué existo. Ni a dónde voy o
debería ir.
Pero
¡qué asombroso es perderse estoicamente entre los brazos de ese vacío que no
nos exige sabiduría! Dejarlo pasar para que se lleve nuestro ego de la mano y
no pensar en el mañana.
VI
Sólo
hay que dejar ese espléndido vacío para que se llene de conciencia, que no es
más que respirar el aquí y el ahora. Sentirse menor es lo más grande porque no
te queda otra dirección que mirar hacia arriba, como cuando éramos pibes y contemplábamos
el mundo que cada día era nuevo.
Ese
vacío existencial que a veces me visita, me presenta de nuevo:
— Hola,
te presento a Raly… Raly te presento a...
Entonces
comprendo que en realidad no hay vacío, no hay soledad, no hay espacio ni
tiempo carente de sentido porque en la naturaleza, se da todo lo necesario para
conocer y sentir nuestra propia alma.
Una vez
superada esa pantalla, se vive con tranquilidad cada una de sus visitas. El
vacío puede ser una compañía que colma más el espíritu que algunas presencias.
VII
No hay
nada más desolador que juzgarnos extranjeros en nuestro lugar. Considerarnos
solos en compañía debe ser una de las cosas más angustiantes que nos toca
vivir.
La
angustia es el vértigo de la libertad ¿Cuál es el primer deber del hombre? La
respuesta es muy breve: ser uno mismo. A pesar de los juicios tajantes de
quienes sólo observan, del bullying, del video de Orly, del patovica vigilante
y los vitalicios. “Ya no me importa el qué dirán y de las cosas que hablaran.
Total la gente siempre habla” reza el tango. La gente es extraña cuando uno es
extraño, por eso, siempre, siempre, vale la pena ser uno mismo.
Texto
leído en Manual de Perdedores
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