Leí una nota que decía: "Se viene 'Cemento, el
documental': la historia del mítico escenario porteño" y pensé en mi
adolescencia, cuando siguiendo con la lógica de la colección Elige tu
propia aventura elegimos la páginas de las zonas marginales. Cemento,
junto con Arlequines y Arpegios, fue el universo del rock para mis cortos 17
años. Cemento fue mucho más que un lugar donde tocaron bandas. Recuerdo que mangábamos la entrada al clamor de: "somos
cinco. Tenemos diez pesos" mientras bajaba de un auto una
imponente Katja Alemann que encandilaba a la monada apiñada en la puerta.
Lejos de la asonancia limpia de los parlantes de
los boliches de moda, en Cemento te absorbía un sonido estridente que te dejaba
retumbando el oído. No era el lugar más agradable del mundo. Recuerdo que tenía los baños con un charco constante que
olía a una mezcla extraña de regurgitación esparcida por todo el piso. Si hubiese
tenido más noches abrillantadas de la France o El Cielo en el lomo ¿quién sabe
dónde estaría hoy? Ciertamente no sería el que soy.
Si tuviera que vivir todo otra vez reelegiría el
antro de Monserrat. En Cemento tocaban los tipos que admirábamos y sonaba la
música que nos gustaba. En Cemento, Selva me
concedió un beso imborrable en pleno show de los Heroicos Sobrevivientes. En
Cemento fuimos jóvenes eternos, indisciplinados, tanteando una madurez de CBC
que reclamaba pista. Desde esa época voy a donde debo ir. Tengo claro en qué
equipo retozar. Allí, donde el corazón juega con las medias bajas. No jugaría
en el bando de los petulantes oficinistas de medias altas que pelotean con balones del último mundial sobre pasto de embuste.
No hay comentarios:
Publicar un comentario