Cada
mañana asistimos a un nuevo groundhog day en los diarios. Sin embargo, de tanto
en tanto, brota un relato solapado, simuladamente llano donde un periodista nos
revela con maestría a través de su pluma como deshoja la matrix. Allí, donde
sólo advertimos un destacado habita una promesa de la literatura argentina.
Algo semejante sentí cuando vi cantar a Natalia Cardillo en el escenario del
teatro Lucille.
Naty
con un marco inmejorable entonó con finura una canción de Fito en un anfiteatro
con una acústica impecable y con la Orquesta Triunfal de soporte
musical.
No
vivimos los 40´s ni los 50´s. No fuimos contemporáneos de poetas como Homero
Manzi o Virgilio Esposito, pero si vivimos los 90´s, disfrutamos de la poesía
de Páez y nos regocijamos en nuestro Album Blanco rosarino: El amor después de
amor.
Natalia
desplegó todo su talento en escena y vocalizó una versión de «Un vestido y un
amor» deluxe. Una adaptación notable vecina a “Carabelas de la nada». Un jazz
verseado como tango, que habla de la inspiración, de cuando la mirada de Paéz
se nubló y cayeron unos lentes sobre poemas de Buarque.
Brindo
por esta patriada, por la valentía de llevar adelante conciertos donde la trova
rosarina se hermana con la porteñidad a través de un fuelle con asonancia
arrabalera. Sobre el empedrado de Palermo palpitó el tango en la voz de
Cardillo con fibra y pasión.
¿Quién
dijo que todo está perdido? El groove reina a través de la voz más tanguera del
rock de la Paternal. Natalia Cardillo, como un frenético pétalo de sal, desafió
la matrix y el amor por el rock después del embrujo del tango sigue vivito y
coleando.
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