10 de julio de 2018

TOMATE


CAPITULO VII



Hace días que no veo a Noche en la plaza ¿Habrá palmado? Hace días que no veo a Miguel. ¿Habrá palmado? Hace días que no me distingo en el espejo. 

Resolví lapidar el tiempo de la licencia e indagar la última caja desde la mudanza. La 4. «Cartas, fotos y cuadernos». De Valentino Nino. Ni noticias. Me serví una copa y retiré dos agujas del neceser de los desenfrenos.

Pasaron de a uno los retratos: El tío Hugo brindando con papá y el banderín Azulgrana de fondo. Una foto que debe ser del año ´64. Mi papá tendría 18 años y los Beatles editaban A hard day´s night. Hugo era su hermano mayor. ¡Qué bueno tener un hermano de cuarenta pirulos cuando no llegas ni a los veinte! Un hermano que está de vuelta de muchas cosas. ¿Cuantas recomendaciones habrá tomado papá del tío Hugo? La expresión de mi viejo es de un puber lozano y jactancioso de su hermano. ¡Cuánto contrariedad acarrearía ese mismo vaso de vino resbaladizo y afilado dos décadas después!

Luego, repasé mis cuadernos de viajes y advertí que son escasas las ciudades que he recorrido. Río, Montevideo, Asunción y Bogotá. Hoy, que el cambio no me beneficia, apelo a mis borradores para comenzar a viajar.

Mucho antes de conocer el cuentito de las tres carabelas, la farsa de la cruz y la espada, mi acercamiento a la música española irrumpió cuando la vida desfilaba por manzanas en forma de cilindro montado en dos ruedas.


Una tarde surqué el asfalto sin visado. Para quien creció entre calles de tierra es un sondeo indeleble. Miré para ambos lados esperando que gane la corredera José de Zer en el móvil de Canal 9 y me indague:

—Muchacho, para Nuevediario, ¿qué se siente cruzar la calle solo?

—Un saludo para todos lo que me conocen… qué sé yo. Puto.

Lo primero que recuerdo cuando traspasé la matrix de Juan XXIII fue algo que oí. Música desconsolada que manaba de la calesita del mercado. Allí residía Tomate. El único testigo de mi aventura.

Tomate, el heredero natural de Don Arturo, partía los boletos, empuñaba la sortija, pinchaba discos y matizaba las tardes en el vestíbulo de la primera vuelta. La pista curvada iniciaba a las cuatro de la tarde. ¿No sé de qué barco descendieron las ascendencias de nuestro DJ local?

En mi primer trip en dos ruedas deduje que la bicicleta es una alegoría de la libertad para un pibe de conurbano, como el caballo para un gaucho.
San Lorenzo militaba en el ascenso y las melodías que disparaba Tomate desde su cassetera sentaban armónicas con la mala cosecha del Ciclón. El sol se escondía detrás de la azotea de la 504, Tahuichi remontaba sus telones metálicos, la UB Facundo Quiroga encauzaba micros hacia el Interama, un humo espeso de Las Achiras se advertía a lo lejos y tintineaban las canciones de Camilo Sesto y Manolo Galván al ritmo de las filtraciones del tanque de Doña Inés.

Tengo varias listas de temas en el teléfono. Una se llama Tomate. Porque cuando quiero ir abajo, bien abajo, pido audiencia a la tía sombría. El chute retoza entre los tracks y penetra por los oídos hasta llegar al pecho.

                                                                                ***

En tiempos donde el que no ama es desgraciado, y desgraciado el enamorado me amparo entre vinilos deshechos y me aferró a una carabela sin vela que aún no termina de desembarcar.
Hoy regresé a la calesita de Sarmiento a través de un playlist. Porque siempre estoy volviendo. Canté Parchis en cassette, bailé Xuxa en CD, caminé con mi mp3 lleno de Amar Azul, hice fiestas con cumbias bajadas del Ares y culminé pagando Spotify. La viví. ¡En sus caras, fuckin´millenials!

En la caja 4 acerté con una sortija carcomida. Esta vez perduró en mis manos además de una deshilachada camiseta de los camboyanos que bien podría ser del Sr. Tomate. El novísimo calesitero, melómano y matancero. Cuervo hasta las muelas. El único testigo de mi peripecia por Juan XXIII.

Dicen que Tomate conserva el mismo atisbo sostenido del verano del 83. El loco Julio encontró sus vinilos en un caballo gris despintado con un ojo mocho que aún conserva el porte de los años mozos y se esfumó como una nube de humo entre un tanque de guerra y una lancha naranja. Me los vendió a buen precio. 

Hoy es lunes. Los lunes por la noche me dedico a reorganizar mi colección de discos. Es una cosa que suelo hacer en época de altibajos emocionales. Habrá quien le parezca una forma bastante aburrida de pasar una velada, pero yo no estoy entre ellos. Mi vida es mía, es ésta, y resulta agradable sumergirse en ella hasta los codos, tocarla con los dedos mientras el pico galopa por mis entrañas.

Hace frío en el cuarto y en el coraje. Retiro con torpeza un vinilo del envoltorio. El winco pulsa sin wi fi mientras la púa traza el camino de las canciones y no se detiene por las publicidades de spotify. Las melodías se escurren sobre los cauces de una circunferencia renegrida que emula un mándala sonoro. Gana el track número seis: «Old Man». Demasiado folk para ser folk rock, demasiado folk rock para ser folk. De nuevo aparece esa receta que Neil Young dominaba a la perfección y a la que jamás quiso renunciar.
La voz del viejo Neil abriga la habitación con la ayuda de dos ladrillos refractarios. Semidopado, absorbido y algo afiebrado entrecierro los ojos. Cuando la púa alcance el track diez será el momento de soñar. El disco «Harvest» suena el tiempo que tomo en desprenderme del viaje y del recuerdo de Camilo Sesto, Manolo Galván y del Sr. Tomate & Crazy horse, la banda de sonido de mi infancia.




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