Prologar
un libro de poesía para alguien que escribe de oído es un reto inusitado. Una
apuesta a un pleno sin pasaje de vuelta.
Hernán
nos entrega, luego de «La mirada del castor» e «Imágenes finales de Irene a
Contraluz» un nuevo poemario valiente que vicia las ganas de volver a amar para
quienes venimos de una temporada de corazones ermitaños. Este poemario contagia
las esperanzas de estar enamorado por siempre, como adolescentes inmortales. ¿Cuántas veces el amor residió allí delante sin poder
verlo por el maldito antojo de no saber soltar la tristeza?
En «Ana,
el libro de los poemas tristes» regresamos al primer día de un amor, de esos
que dejan una estampilla indeleble. Hernán, descalza
su atelier y con pinceladas prodigiosas matiza con el atuendo de la época
identificaciones paradisíacas. Repasé cada verso. Discurrí sobre la importancia
de los diarios, de la práctica de escribir todos los días. ¿Por qué dejamos
de escribir cuando estamos enamorados? ¿Qué sentido
tiene llegar al final del día y contar lo bien que la pasamos con nuestra
pareja? Nadie lo hace, nadie. Hasta las canciones más hermosas se resignifican
con la persona hecha a la medida. Ninguna canción compartida, luego de un
desamor, vuelve a ser insignificante. No. Desfila una a una al playlist de «sad
songs». Tienen pestilencia a wincofón.
Hernán
abandona los pinceles y se viste de chef. «Ana, el libro de los poemas tristes»
aporta sabores. Basta compartir veinticuatro horas con alguien para que las apreciaciones
queden unidas por besos, almorzadas y catadas atemperadas por charlas íntimas.
El
poemario pinta en acuarelas el humo de un tabaco, un rostro siempre escondido,
bailes en puntas de pie. Hernán, como todo buen artista valeroso, revela que le
cuesta cargar a su amada como a una reina, mientras ella posa como un modelo
vivo en una esquina cualquiera. Una modelo que bebe sol y queda reflejada en
una descripción bucólica con un pliegue cristalino sin miedo a la poesía.
En
«Ana, el libro de los poemas tristes», Buenos Aires y Montevideo trazan un puente sobre un
verso de Frida Kahlo escrito en papel glasé.
«Me enamoro con cada palabra, me destrozo con cada acción». El río, siempre generoso, mantiene a flote el bote de
una historia que cruza el charco con el estoicismo de los trovadores. “Todo
suena a plagio”, suspira un amante apenado en esta milonga escrita con una
Parker robada de una cartuchera de tres pisos. Llegan los bises mientras
descendemos de las gradas y esta historia amaga clamar las hurras. Entre
despedidas y adioses los invito a leer «Ana,
el libro de los poemas tristes», un poemario
entrañable y subterráneo, con los ojos nublados,
apenas un sabor amargo, el de la poesía final.
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